Contaminación en Madrid

Carmena debe investigar más contra la polución y evitar la ideología

La Razón
La RazónLa Razón

Nadie en su sano juicio pondrá en duda que la lucha contra la contaminación atmosférica y la mejora de las condiciones medioambientales, especialmente en las grandes ciudades, debe ser una de las prioridades políticas a todos los niveles. De hecho, en el ámbito de la Unión Europea hace ya muchas décadas que se comenzó a afrontar el problema, con una estrategia de reducción de emisiones y sustitución de fuentes contaminantes, a caballo de una de las legislaciones más avanzadas y enérgicas del mundo. Por supuesto, Madrid, como otras ciudades españolas, no ha permanecido al margen de este proceso, que ha exigido armonizar la normativa y, pese a opiniones poco informadas, se ha convertido en una de las metrópolis que más han conseguido reducir sus niveles de contaminación en los últimos treinta años. Este avance ha sido posible gracias a unas políticas constantes que, por ejemplo, consiguieron que los hogares y las empresas sustituyeran las calderas de carbón por otros combustibles menos agresivos para el medio ambiente. También, gracias a una notable modernización de las infraestructuras viarias, que permitieron agilizar el tráfico rodado, reduciendo los perjudiciales atascos, y, por último, pero no menos importante, ampliando las zonas verdes, hasta hacer de esta ciudad una de las más arboladas del mundo. Es decir, la lucha contra la contaminación no se improvisa ni puede librarse con éxito a base de parches o con la simple demonización del vehículo individual. Como dicta la experiencia, no sólo en España, medidas restrictivas como las que está adoptando el Ayuntamiento madrileño estos días de climatología adversa apenas sirven para reducir los niveles de dióxido de nitrógeno, que ni siquiera se presentan uniformes en toda la capital. Incluso habría que advertir contra ciertas improvisaciones que resultan peores que la dolencia que se quiere combatir, como lo demuestra el hecho de que las estaciones medidoras próximas a la Gran Vía han registrado los mayores índices de nitrógeno, pese a las restricciones circulatorias. Tampoco suman a la tarea los prejuicios ideológicos contra el transporte individual, de los que hace gala la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, porque acaban desdibujando los verdaderos fines y crean confusión entre los ciudadanos. También excepticismo e irritación ante unas medidas que alteran gravemente la vida cotidiana de quienes no tienen otra alternativa viable que la de desplazarse en su vehículo particular. Es evidente que la percepción ciudadana cambiaría si, junto a las prohibiciones y restricciones, el Ayuntamiento prosiguiera con las políticas ambientales de sus predecesores, abordando, entre otras tareas, la sustitución del millar de autobuses de la EMT que aún funcionan con combustibles altamente contaminantes –más del 50 por ciento de la flota actual– y fomentando la modernización del parque de 5.000 calderas y generadores de gasoil, para lo que habría que dedicar ayudas y subvenciones públicas, como ya se hizo con las de carbón, de las que sólo quedan en funcionamiento unas 800. En definitiva, que no sólo con parches y medidas coactivas –poco eficaces, además– contra el uso del vehículo privado conseguirá la ciudad de Madrid mejorar el aire que respiramos. Es una labor, hay que insistir en ello, que más que prohibiciones exige perseverancia, unas estrategias adecuadas y, sobre todo, inversión pública.