Ciudadanos
Ciudadanos se juega su futuro
Ciudadanos vive el momento más crítico de su trayectoria. Tal es la situación de desconcierto y desánimo en sus filas, a tenor de los resultados electorales que le dan los sondeos, que se empieza a aceptar como verosímil acabar siendo un partido residual con un futuro incierto. Nacido en 2006 en Cataluña como reacción al avance del nacionalismo que representó el tripartito de izquierdas presidido por Pasqual Maragall, la fabricación de un nuevo Estatuto que nadie pedía y el olvido de una parte de la sociedad catalana, se presentó ante la opinión pública con tres diputados en el Parlament tras una campaña de tan sólo un par de meses. Es decir, conectó con un parte de la sociedad catalana crítica con el papel de los socialistas y el dejar hacer de los populares. Era una opción que defendía el derecho de ciudadanía, libre, universal y democrático, frente a los derechos y privilegios históricos impuestos por el nacionalismo. Su salto a la política nacional dejó claro que este proyecto tenía futuro: en las elecciones legislativas de 2015 consiguió 40 diputados y, sobre todo, abrió una opción política –de centro sobre el papel–capaz de llegar a acuerdos con el PP y con el PSOE. Era la muleta o la bisagra con la que asegurar la gobernabilidad sin la dependencia tóxica del nacionalismo catalán y vasco. Desde entonces, se ha afianzado como fuerza parlamentaria, siempre moviéndose en la horquilla del 14% y el 16%, hasta los actuales 57 diputados, a nueve del PP y a 0,83 puntos de diferencia. La idea de superar a los populares cegó a Albert Rivera, por diferentes motivos. El primero, por infravalorar a un partido de larga trayectoria claramente situado en el espacio de centroderecha. El segundo, porque Cs estaba evidenciando una desorientación ideológica producto de esa nueva política que cree que ya no existe ni izquierda ni derecha y que, por lo tanto, todo flota en el espacio gaseoso del tacticismo. Creyó que bastaba con que Rivera y su círculo de confianza cambiara la denominación de partido de inspiración socialdemócrata por el de liberal para creer que su electorado así lo iba a entender. Por último, porque el líder del partido naranja empezaba a dar muestras de aislamiento y a perder el encantamiento de partido dinámico y alejado de cualquier dogmatismo. Precisamente ha sido Cataluña, cuna del proyecto, donde se cometió un error clave: convertirse en el partido más votado en las elecciones autonómicas de Cataluña de 2017, con 36 escaños (25,3%) y un 1,1 millones de votos, lo que suponía que, por primera vez, un partido que no procedía de la tradición catalanista era la primera fuerza en el Parlament. Con este capital, su papel en la actual legislatura, en mitad del «procés», ha sido nula, sin tener la iniciativa política y sin presentar la moción de censura que todos le reclamaban y que, al final, aceptó pero convertida en poco menos que una farsa electoralista. Dilapidó un capital que no llevó a engaño cuando Inés Arrimadas fue obligada a dejar su puesto de jefa de la oposición en Cataluña y convertida en una verdadera líder que atraía a amplios sectores de la población, para ocupar un discreto escaño en Madrid. Rivera todavía no ha explicado, o no sabe cómo hacerlo, por qué no permitió la investidura de Pedro Sánchez, enfrascado en un «no es no» infantil, para luego rectificar cuando el adelanto electoral era inevitable. No hay estrategia racional que explique ese cambio ni la total pérdida de empatía de Rivera con la sociedad española. En los últimos meses de la pasada legislatura, Cs ha girado a lo más inesperado e indeseable para un partido que quiere ser liberal: los tics populistas de convertir en consignas fáciles lo que deben ser propuestas serias. La situación no es fácil, pero Rivera no tiene más salida que asumir el deterioro del partido que fundó y reflotarlo, si es que puede.
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