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Desprecio de Trump al español

La Razón
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Donald Trump anunció en su campaña electoral que una parte de los males –violencia, droga y pobreza– que sufre Estados Unidos viene del sur. El sur geográfico de la gran potencia es, por orden, México y, a continuación, el resto de países hispanos susceptibles de importar personas que quieren cruzar la frontera en busca de trabajo y un futuro mejor. Cuando Trump dijo en las escalinatas del Capitolio que «América es lo primero» dejó a entender, y ahora lo ratifica, que se estaba refiriendo a la América blanca, de raíz sajona y, a poder ser, protestante en sus muchas variedades, es decir, los «wasp». Como él. El mundo hispano, que ya es una «inmensa minoría», quedaba relegado del nuevo país que Trump se propone construir. La medida de eliminar la versión en español de la página web de la Casa Blanca es un mensaje inequívoco de cuál es el trato que para el nuevo presidente merece la comunidad hispanohablante. Es un gesto simbólico de gran significado político, aunque no se corresponde con la realidad sociológica del país. EE UU no tiene una lengua oficial –sí algunos estados–, aunque es obvio que el inglés, por uso y por transmisión materna, es la lengua «oficial» –o la que todos deben conocer para abrirse camino– y en la que está redactada su Constitución. El carácter instrumental que siempre han dado a la lengua y la variada procedencia de la emigración desde principios del siglo XX han alejado cualquier intento de nacionalismo lingüístico de raíz europea. De ahí que el español se haya abierto paso como la segunda lengua de EE UU, hablada en estos momentos por más de 50 millones de personas (el censo oficial federal hablaba de 47,8 millones en 2010 y de 59,7 en 2020). Es decir, en estos momentos, un 12,4% de los estadounidenses habla español, y lo hacen integrados plenamente en el país que, en su día a día, la considera una lengua propia. Los especialistas consideran que es la primera vez que una comunidad de emigrantes no ha perdido su idioma de origen, algo que nunca ha ocurrido en EE UU y que explica en parte el porqué de su avance. Casos como los de Miami, con el 62% de población hispanohablante, y de Chicago y Nueva York, con cerca del 30%, indican que no es una realidad culturalista y ni mucho menos étnica. Desde la experiencia directa del Instituto Cervantes en la última ciudad citada, se trata de una evolución hacia el «bilingüismo funcional». La revalorización que hubo en 2008 en la campaña electoral que llevó a Obama a la Casa Blanca dejó claro que el mundo hispano no sólo era una realidad electoral nada desdeñable –ni siquiera para Trump–, sino un mundo rico culturalmente. Por ejemplo, en el sector del libro, la literatura en español –en la que se incluye con un peso determinante la latinoamericana– tiene un cuota de mercado del 10%; Amazon, la mayor plataforma de venta electrónica, dispone de más 360.000 títulos en español; la música latina es un inmenso mercado en expansión y un género en sí mismo, así como el de los medios de comunicación. Es por esto que la medida de Trump de eliminar la versión en español de la página oficial de la Casa Blanca encierra un mensaje claro: da la espalda a una comunidad en desarrollo que ha mejorado su nivel educativo, de ingresos y posición social y cuyas expresiones culturales y literarias han sido aceptadas en el ámbito académico. Cualquier iniciativa que se emprenda desde España para denunciar este desprecio debe partir de un hecho fundamental: el español ya no sólo pertenece a la tierra donde nació –después de todo, estamos por detrás en número de hablantes de Colombia, México y EE UU–, sino que forma parte del conjunto de sus hablantes, 472 millones, que es un patrimonio común y que, por lo tanto, merece una respuesta colectiva.