El desafío independentista
Es la hora de que la Cataluña real recupere la Generalitat
El ideario nacionalista se basa en un hecho: Cataluña se constituye como «hecho diferencial». Es decir, se trata de una comunidad que tiene una historia, una cultura, una lengua y, por lo tanto, unos derechos diferenciados. Durante su fase pujolista (1980-2003), ese nacionalismo identitario se convirtió en una máquina de construir diferencias, incluso en lo más insignificante y vulgar, lo que permitió un desarrollo de estereotipos costumbristas trasnochados. A esa acción política el destronado Jordi Pujol le llamó «fer pais», de manera que el nuevo país que surgiese debía parecerse más al ideario preconcebido –una sola lengua, un solo pueblo– que a la calle, al fin y al cabo un reducto que, por más mayoritario que fuese, sólo tenía dos opciones: o formar parte de esa cohesionada realidad cultural catalanista o quedarse al margen. La primera concreción política de este hecho fue que la abstención en las elecciones autonómicas catalanas se situaba en la media del 40%. La segunda deriva fue que el nacionalismo gobernante –y aquí habría que añadir a aquellos partidos que se acabaron convirtiendo en la izquierda del pujolismo– construyó las instituciones políticas a su imagen y semejanza, que medios tan poderosos como TV3 se pusieron al servicio político, no sólo del gobierno de turno, sino de la propia «construcción nacional». Del «fer pais» de Pujol se pasó al «fer estat» de Mas
–previo paso por el puente del Tripartito trazado por Maragall–. Sin embargo, no hace falta mirar desde el microscopio la realidad social catalana para darse cuenta de que en nada se diferencia de la del resto de España, ni por supuesto de Europa, y que precisamente el mayor «hecho diferencial» es el de un marco político monopolizado por el nacionalismo, muy asfixiante en la fase terminal en la que nos encontramos. Lo que se dio por llamar el «oasis catalán» perdió las apariencias nada más ser golpeado por la crisis, como cualquier sociedad normal, y se levantó la bandera más temida en Europa: el «España nos roba». Bastó que quisieran dar el salto mortal del «proceso» para que se rompieran todas las costuras y comprobar que la Cataluña real era mucho más compleja, que no podía ser constreñida al pensamiento nacionalista y que su riqueza y dinamismo era fruto precisamente de esa diversidad no adscrita políticamente, laica en el sentido liberal y no encuadrada en el soberanismo militante. La salida de Cataluña de más de tres mil empresas tras la declaración unilateral de independencia ha sido la demostración de que la insensatez de los líderes independentistas no se correspondía con la realidad de la calle.
El sistema político catalán que arranca en 1980 se basa en un dogma: el gobierno de la Generalitat sólo puede estar en manos de un partido nacionalista y de no serlo declaradamente debe trabajar en la implementación del autogobierno –léase el Tripartito– como objetivo prioritario. De ahí que la situación abierta ahora anuncie un cambio de ciclo si se cumplen los sondeos electorales: por primera vez un partido no nacionalista –que ni siquiera procede de la tradición catalanista–, fundado, además, como contraposición a la patrimonialización del poder ejercido desde la Generalitat, puede ganar las elecciones. Tal vez Ciudadanos, PSC y PP no alcancen la mayoría absoluta y se queden a las puertas del gobierno, pero el salto que supone debe hacer reflexionar a los actuales dirigentes del «proceso» y, si no a ellos –todavía no han admitido el desastre de proclamar la fantasmal República catalana–, a sus dos millones de votantes: Cataluña debe ser gobernada desde la racionalidad política, centrarse en proyectos que mejoren la calidad de vida de los ciudadanos y abandonar la obsesión identitaria. O, como dijo ayer el ex primer ministro francés Manuel Valls: «El nacionalismo es la guerra».
Cataluña lleva cinco años instalada en una dinámica destructiva que ha perjudicado a la vida económica y ha dañado gravemente la convivencia. Persistir en este programa es apostar por el hundimiento y la fractura total de la sociedad catalana en dos bloques. Es necesario abrir una etapa que oxigene una vida política basada en dogmas identitarios, donde la mentira se ha instalado con curso legal, tanto de los medios de comunicación públicos, como en la argumentación de los partidos secesionistas, empobreciendo el debate hasta límites alarmantes; hay que recuperar las instituciones de autogobierno, convertidas hasta ahora en una trinchera al servicio del separatismo, desprestigiadas y con un clientelismo militante que va más allá de lo aceptable en una administración moderna; y hay, por último, que recuperar la tolerancia, el respeto a la diversidad de opiniones y defender la dignidad de la nación española como el marco del que emanan las instituciones catalanas. Es la hora de que la Cataluña real recupere la Generalitat.
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