Política

París

Ganaremos al fanatismo

La Razón
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Con los cadáveres de los periodistas y dibujantes de «Charlie Hebdo» aún calientes –también, por supuesto, los de las otras víctimas–, han surgido diversas voces en Occidente planteando el dilema de los límites de la libertad de expresión frente al respeto a las ideas, creencias y sensibilidades ajenas, ya sean individuales o colectivas. Falso dilema, mil veces resuelto por los tribunales de Justicia del mundo libre, que no tiene otra virtualidad que la de inferir una cierta responsabilidad previa en los periodistas asesinados, con el riesgo cierto de proporcionar una justificación, por tenue que sea, a los verdugos. No hace falta que se nos explique lo que ya sabemos y además llevamos defendiendo desde nuestra fundación: que la libertad de expresión no puede ser un pase de libre circulación sobre el Código Penal y el ordenamiento jurídico es una obviedad que no merece mayor comentario, pero lo que hoy se discute no es un hipotético abuso de un derecho, sino el propósito cierto de violentarlo. Tenemos, además, dilatada experiencia sobre la argumentación de los diversos totalitarismos para limitar la libre expresión de ideas, críticas u opiniones que contrarían al poder establecido como para no enredarnos en sofismos. Porque a nadie se le escapa qué significa y qué pretendía el ataque contra «Charlie Hebdo» por parte de unos individuos nacidos y criados en nuestro modelo social de libertades, y protegidos por un sistema democrático cuya piedra angular es, precisamente, la libertad de expresión. No son las caricaturas de Mahoma ni la irreligiosidad, sin duda soez, de una publicación para minorías la causa o el objetivo último del brutal atentado. No. La raíz se halla en el mismo concepto de la libertad acuñado en Occidente, desde siempre rechazado por quienes anteponen supuestos derechos colectivos, ya sean políticos, territoriales o religiosos, sobre los derechos individuales. Se trata, pues, de un ataque directo a la esencia de la democracia que no es posible minimizar porque nos va en ello la propia supervivencia como modelo de civilización. En este sentido, y aunque es servidumbre de la libertad de crítica, tampoco responde al correcto análisis de la realidad la tendencia tan arraigada en nuestra sociedad a repartir la responsabilidad en cuotas. Como si la pervivencia, generación tras generación, entre algunos inmigrantes musulmanes de atavismos extraños a nuestro modo de vida fuera consecuencia de la actitud ante los acogidos y no de la escala de valores predominante en sus países de origen. Cabe, legítimamente, preguntarse qué razones sociales o psicológicas subyacen trás de los más de 10.000 jóvenes musulmanes europeos que han escogido enrolarse en unos grupos integristas islámicos que colocan como enemigos indignos de existir a los países y a las gentes que acogieron a sus padres. Ceuta y Melilla, sin ir más lejos, exhiben ejemplos de este tipo de comportamientos entre jóvenes con problemas de integración, pero, también, entre individuos perfectamente formados y con responsabilidades familiares. Es, asimismo, hacer el juego a los fanáticos buscar justificaciones en actitudes racistas, en este caso islamófobas, que no responden a la realidad más que cuando son producto del miedo. Si entre las víctimas de los asesinos de París se encuentran dos personas de origen magrebí y una procedente del Caribe, no se debe a que hayan sido escogidas, sino a la pura estadística de una sociedad donde los inmigrantes integrados sin problemas son muchos más que los otros, los que pretenden su destrucción. Occidente vencerá en esta batalla porque su fortaleza procede de un sistema de valores en el que priman el respeto al individuo y la exigencia de la Ley. Un modelo que, pese a las turbulencias de una historia nada fácil, se ha demostrado capaz de llevar la prosperidad y la paz a sus ciudadanos. Es desde esta conciencia de comunidad, que hoy se verá materializada en la gran manifestación de París, donde se hallan nuestras mejores armas. El mundo occidental, el que integran las grandes naciones de la tierra, las más libres, justas e igualitarias, debe afrontar como un todo la amenaza del fanatismo islamista, por encima de intereses particulares, tantas veces de inconfesables trasfondos economicistas. Por supuesto, esta tarea concierne también y muy directamente a los países musulmanes, cuyas sociedades son las que sufren en mayor medida la violencia de los yihadistas, y a las propias comunidades de inmigrantes establecidas en Occidente, desde el convencimiento de que el concepto de la igualdad, radical, les garantiza los mismos derechos individuales y comunitarios que al resto de la población, pero con idéntica exigencia del cumplimiento de la Ley. Hoy, en París, debe producirse mucho más que un gesto de solidaridad y apoyo al pueblo de Francia. Mucho más que una muestra de que no renunciamos a nuestros derechos ni al modelo de sociedad que nos ha hecho grandes. Debe ser el acto de fundación de una gran alianza occidental para la defensa de la libertad y la democracia. Una alianza que se articule no sólo como barrera de seguridad frente a la agresión exterior, sino como garante de la tolerancia y de los derechos fundamentales por todo el orbe. Ganaremos porque nos asiste la razón. Porque frente a la violencia totalitaria siempre prevalecerá la superioridad moral. Pero hay que luchar sin tregua, en todos los escenarios donde amenace la tiranía.