Presupuesto del Estado

Hacia un gran «PER» nacional

Pretender que 11,4 millones de contribuyentes netos mantengan fiscalmente el incremento de los gastos sociales de un Estado de bienestar de 46 millones de habitantes no sólo roza el absurdo económico, sino que, en el mejor de los casos, desnuda el voluntarismo de unos políticos atrapados en su propio discurso ideológico. En el peor, podríamos denunciar el trasfondo de clientelismo puro y duro de una estrategia electoralista, cuyas consecuencias siempre son las mismas: el empobrecimiento general de la sociedad. No hay que ser doctor en Economía para concluir que sólo desde el aumento de la presión fiscal sobre las clases medias de este país, las que integran aquellos trabajadores que ingresan más de 20.000 euros al año, se puede afrontar el festejo de gastos que supone el acuerdo programático, hecho público ayer, entre el Gobierno socialista de Pedro Sánchez y sus socios parlamentarios de Podemos. Ni siquiera arrancando nuevas concesiones a la Comisión Europea sobre la corrección de nuestro déficit público –con una deuda nacional que cuesta en pago de intereses 35 mil millones de euros anuales– es posible cuadrar las cuentas del delirio populista de la izquierda española, enfrascada en una carrera por ver quién ofrece más a su votante objetivo. Un delirio que llega hasta el estrambote de pretender con un impuesto a los vehículos diésel, de uso general en las familias de ingresos medios, que se subvencione la adquisición de automóviles eléctricos, que sólo están, en el momento tecnológico actual, al alcance de los más pudientes. Una medida impositiva que, además, en un escenario de precios altos del petróleo, contribuirá a una mayor tensión inflacionista, pérdida de competitividad y crisis de empleo en el sector del automóvil, que, hoy, fabrica 1,2 millones de vehículos de gasóleo al año. Con todo, lo peor no es la pretensión de endosar un programa electoral populista, con previsiones de ingresos y gastos tomados a bote pronto, que la Unión Europea acabará probablemente por rechazar, sino la soberbia, no exenta de necesidad, de quienes desoyen las advertencias fundamentadas de los mejores hacendistas españoles, las del FMI y las de los principales centros de estudio económicos, que alertan de un nuevo período de turbulencias en los mercados internacionales y de, cuando menos, una desaceleración del crecimiento. Sin embrago, todavía hay espacio para la rectificación, si no por el convencimiento, sí por la fuerza de los hechos de la minoría parlamentaria del actual Gobierno. En efecto, lo que hemos visto, con evidente preocupación, no es el proyecto de Presupuestos Generales del Estado. Es una simple declaración de intenciones que, al final, habrá que plasmar en una previsión realista de ingresos y gastos en la que Bruselas tiene mucho que decir, aunque sólo sea desde la experiencia acumulada de la pasada crisis. La idea feliz de un Estado omnipresente y provisorio, que es lo que trasluce la política económica de la izquierda, suele acabar, como en Grecia, con el deterioro de los servicios sociales, la pérdida del poder adquisitivo de las pensiones y los incrementos de los impuestos al consumo. Porque, al final, el arquetipo clientelar –pensionistas, parados y jóvenes en su primer empleo– que busca el populismo, lo que mina, precisamente, son las bases del Estado de bienestar. No es posible buscar el futuro en unas sociedades altamente subsidiadas, sino en el crecimiento del mercado laboral, el incremento de la productividad, la mayor excelencia profesional posible y las condiciones salariales dignas. España está en un momento clave en el proceso de recuperación económica que no debería poner en riesgo un vendaval de demagogia.