Tribunal Constitucional
Hasta la Generalitat reconoce el miedo a hablar en Cataluña
La última encuesta del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat de Cataluña describe, a primera vista, una sociedad partida en dos con respecto al planteamiento independentista de sus actuales gobernantes, aunque con ligera ventaja para los partidarios de la unidad nacional, que crecen casi dos puntos porcentuales, hasta el 46, 8 por ciento, con respecto al último sondeo. El «sí» a un estado catalán independiente lo sostienen el 45,3 por ciento de los encuestados. Sin embargo, la misma encuesta da suficientes pistas para sospechar la existencia de un voto oculto antiseparatista que tiene temor a manifestarse públicamente, lo que no es nada extraño si tenemos en cuenta la presión asfixiante que vienen sufriendo los ciudadanos del Principado desde las propias instituciones de la Generalitat y de su conglomerado de medios de comunicación públicos o subvencionados. Así, ante la pregunta de «¿cómo cree que debería ser Cataluña?, sólo un 36,1 por ciento responde que debería ser un estado independiente, mientras que un 57,3 por ciento se inclina por mantener cualquier tipo de vinculación con el resto de España. Igualmente, cuando se pregunta por los sentimientos de pertenencia, un 24,3 por ciento de los encuestados se considera «sólo catalán», frente al 69,9 por ciento que se reconoce también español o sólo español. Ante este escenario, cuando menos confuso, el propio responsable de la encuesta, Jordi Argelaguet, ha advertido de que los partidarios de la independencia se manifiestan sin matices, mientras que los que no están de acuerdo «muestran más vacilaciones, no se atreven a decirlo y menos en un sondeo telefónico». Pero actuar sobre una sociedad en buena parte amedrentada no parece que haga reflexionar a ninguno de los responsables del Gobierno autónomo catalán que, ayer, dieron un paso más en su desafío soberanista al aprobar de consuno con las CUP la tercera de las llamadas «leyes de desconexión» –la Ley de Transitoriedad– cuyo contenido, más allá de declarar a Cataluña como una «República de derecho, democrática y social», han decidido mantener en secreto, sin registrarla en el Parlamento, para evitar que el Tribunal Constitucional la suspenda, como ya ha hecho con las leyes de Hacienda y de Seguridad Social. Aunque, a efectos prácticos, todo este trabajo legislativo no tiene otra consecuencia que la de un brindis al sol, puesto que cada actuación con efectos jurídicos que lleva a cabo la Generalitat o la Cámara tiene el correspondiente reproche penal por parte de los tribunales de Justicia –ahí está el caso del ex conseller y actual diputado Francesc Homs, al que, ayer, el Tribunal Supremo ha dado vía libre para que se siente en el banquillo acusado de desobediencia y prevaricación–, no cabe duda de que la contumacia en el error de Carles Puigdemont y sus socios está creando las condiciones para una gran frustración social en Cataluña, gravemente dañina para la convivencia y el futuro de sus ciudadanos. Sin necesidad de que se lo digan las encuestas, el Gobierno catalán sabe que carece de la legitimidad institucional y del suficiente respaldo popular para llevar hasta las últimas consecuencias su desafío ilegal a la Constitución y a la soberanía nacional. Haría bien Puigdemont en aceptar la mano tendida del Gobierno de Mariano Rajoy para salir del imposible laberinto en el que se ha metido. Así, al menos, muchos catalanes podrían expresar sus opiniones sin miedo.
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