Hillary Clinton
Los errores de Trump salen caros
Sin duda, lo peor del enésimo episodio imprudente protagonizado por el actual inquilino de la Casa Blanca, Donald Trump, es la inconsciencia del propio protagonista sobre la trascendencia de lo ocurrido. Ayer, el presidente de los Estados Unidos no sólo echó por tierra toda la estrategia informativa de su Gabinete –y aun del Kremlin–, sino que se jactó de su «absoluto derecho» a compartir información reservada con cualquier interlocutor. Ciertamente, entre sus privilegios presidenciales se encuentra el de desclasificar la información secreta que le proporcionan las agencias de Seguridad norteamericanas, pero un mero ejercicio de la prudencia aconseja que los intercambios en materia de terrorismo internacional, lícitos e, incluso, convenientes entre países que comparten la misma amenaza, se haga a través de profesionales de los servicios de lucha antiterrorista y por las vías de colaboración previamente establecidas. Sobre todo si en el asunto está involucrado un país tercero, origen de los informes que se quieren compartir. Estos son los usos habituales entre los servicios secretos occidentales y también rezan para otros casos. La razón es sencilla: no poner en riesgo a las fuentes informantes ni provocar que un error, siquiera involuntario, en la interpretación de los datos lleve a conclusiones equivocadas a una de las partes. Tal vez se sobrepase el líder de la minoría demócrata del Senado estadounidense, Chuck Schumer, cuando exige que la Casa Blanca publique las transcripciones de la reunión del presidente Trump con el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, y con su embajador en Washington, Sergei Kisliak, pero sí deberían, al menos, ser analizadas por especialistas de la CIA o de la NSA para averiguar hasta qué extremo ha llegado la indiscreción presidencial. Por otra parte, nada se puede reprochar si un mandatario trata de reducir las tensiones internacionales y pone el acento sobre los desafíos comunes y no sobre las diferencias, pero en este caso el exceso familiaridad de Donald Trump con los representantes de Vladimir Putin no hace más que alimentar las sospechas de connivencia entre el equipo de campaña de Trump y las agencias de Moscú en las filtraciones que tanto perjudicaron a Hillary Clinton en la carrera a la Casa Blanca. En este sentido, es inevitable recordar que el primer asesor de Seguridad Nacional de Trump, Michael Flynn, tuvo que dimitir tras conocerse sus estrechos contactos con el embajador Kisliak y que por el mismo motivo fue apartado de la investigación el propio fiscal general, Jeff Sessions. No es, ni mucho menos, el primer desatino que protagoniza Donald Trump, propenso a la incontinencia verbal y refractario a cualquier crítica de los medios de comunicación, por bienintencionada que sea. Y ya no es tiempo de excusarse en la bisoñez del equipo recién llegado a la Casa Blanca porque ha transcurrido el tiempo suficiente para afinar un círculo de asesores que atemperen el carácter irreflexivo del presidente de la primera potencia del mundo. Nada perjudica más a los Estados Unidos que la inseguridad que crean entre sus propios aliados unas actuaciones que no parecen responder a otros criterios que la impulsividad de su presidente. En unos momentos, además, que aconsejan todo lo contrario, tanto en lo que se refiere a las graves amenazas del terrorismo islámico, como a la pretensión de Moscú de reordenar, bajo su égida, el mapa político de Oriente Medio. Demasiadas cosas en juego para que la información sensible forme parte de las fanfarronadas.
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