Pedro Sánchez
Sánchez desoye los avisos de crisis
Si bien no sería justo atribuir exclusivamente la desaceleración que vive la economía española a la crisis política, lo cierto es que los meses de Gobierno socialista se han caracterizado por la paralización de los programas de reforma y el incremento del gasto público no inversor, lo que se ha traducido en un retorno a viejos desequilibrios que creíamos superados. Por supuesto, no ha hecho falta que los organismos económicos internacionales y las instituciones reguladoras de los mercados encendieran las luces rojas de alarma para que el ciudadano del común tomara conciencia de los riesgos de una nueva recesión y obrara en consecuencia, como demuestran las actuales altas tasas de ahorro de los hogares españoles y la consiguiente caída del consumo interno. Sin embargo, nada de esto parece hacer mella en el candidato del PSOE y presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, inmerso en una rueda de promesas electorales de corte clásico –desde el incremento de las pensiones a la subida del salario mínimo, pasando por la reducción del número de peonadas para cobrar el PER– que, de hacerse efectivas, supondrían más gasto público, sólo sufragable desde el aumento de la deuda o de una mayor presión fiscal sobre los sectores productivos del país. Que el resto de los candidatos de izquierdas, ahora envueltos en su propia guerra interna, se apunten con entusiasmo a esta subasta de ofertas no nos causa la menor extrañeza, pero que desde posiciones del centro derecha, a cuyos representantes se presupone mejor preparados para la gestión del dinero público y, en el caso del PP, sobradamente curtidos tras gobernar en medio de la peor crisis financiera internacional de las últimas décadas, eludan el fondo del asunto y otorguen con su silencio sí es preocupante. Comprendemos que, en vísperas de una cita con las urnas, a nadie le apetezca hacer el papel de Casandra, pero el panorama que presentan, con coincidencia tozuda, los gabinetes de análisis de las grandes instituciones internacionales, no es, precisamente, augurio de días plácidos para el futuro inquilino de La Moncloa. Ayer, sin ir más lejos, la OCDE alertaba de que la economía española se estaba desinflando a mayor ritmo que la Eurozona, con una caída de los indicadores compuestos de 22 décimas, lo que supone el menor nivel desde 2013. Simultáneamente, la presidenta del FMI, Kristalina Georgieva, ponía el acento en el riesgo de un brusco frenazo del crecimiento mundial y denunciaba la práctica paralización del comercio internacional a causa de la guerra de aranceles declarada por Estados Unidos. Un conflicto absurdo desde cualquier punto de vista que, según cálculos de Georgieva, puede costar 637.000 millones de euros, sin contrapartida alguna. De hecho, el déficit de la balanza comercial estadounidense sigue aumentando, pese a la batería de medidas proteccionistas puesta en marcha por el presidente Donald Trump. Y en España, debería ser de la máxima preocupación la continua pérdida de peso de nuestro sector industrial, que ha pasado de representar el 18,7 por ciento del PIB en 2000 al 16, 2 por ciento, en 2018, y que, sin duda, se verá afectado por la crisis manufacturera alemana. Aunque hay que confiar en que, al final, se impondrá la sensatez, el voluntarismo no sirve para afrontar, ni siquiera, el mejor de los posibles escenarios. Con el agravante, de que España presenta ya una deuda pública cercana al cien por cien del PIB, es decir, sin el margen de endeudamiento que había en la recesión de 2009, y que la competitividad de nuestras empresas ya sufre bastante por los excesos fiscales, el alto precio de la energía y el endeudamiento. Pero hay elecciones. Mal momento para hablar de lo que se debe, y, al final, habrá que hacer.
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