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El ambigú

¿Está el Estado de Derecho en riesgo?

El Tribunal Constitucional no es un actor político más. Su deber es con la Constitución y con la historia

La visita de una delegación del Parlamento Europeo para examinar la situación del Estado de derecho en España nos debe ocupar y sobre todo preocupar. Conviene empezar por lo esencial: la democracia española es fuerte y su Estado de derecho ha demostrado una notable capacidad de resistencia durante más de cuatro décadas. La Constitución de 1978 ha sido el marco en el que hemos consolidado libertades públicas, alternancia política y un sistema de garantías que nos sitúa entre las democracias plenas del mundo. España no es, ni mucho menos, un Estado frágil o en riesgo de colapso institucional. Pero esa afirmación no debe servir de coartada para ignorar los riesgos y tensiones que hoy preocupan en Europa y que, de persistir, pueden erosionar la credibilidad de nuestras instituciones. El primero de ellos es la politización de la justicia, y no por lo que desde, de una forma irresponsable, miembros del gobierno denominan jueces que hacen política cuando lo único que hacen es perseguir la corrupción caiga quien caiga; lo que preocupa es la negativa a devolver al Consejo General del Poder Judicial su genuina y constitucional forma de renovación, ocho miembros elegidos por las cámaras y 12 directamente por los propios jueces. La independencia judicial es una de las claves de bóveda de la democracia europea, y cualquier atisbo de instrumentalización es visto con alarma. En segundo lugar, preocupa la aprobación de reformas legales de gran calado mediante procedimientos acelerados, sin un debate parlamentario amplio ni la búsqueda de consensos mínimos. El derecho comparado muestra que las democracias sólidas se fortalecen con deliberación y transparencia. Las leyes apresuradas, por el contrario, generan dudas sobre su legitimidad y siembran divisiones en la sociedad. Un tercer riesgo se encuentra en la utilización de las instituciones constitucionales como terreno de confrontación partidista. La polarización política ha convertido en campo de batalla órganos que deberían permanecer al margen de la lucha ideológica, proyectando hacia Europa la sensación de que las reglas del juego pueden ser retorcidas según convenga. En este escenario, el Tribunal Constitucional adquiere un protagonismo inevitable. Como intérprete supremo de la Carta Magna, su misión es proteger la arquitectura constitucional frente a las derivas coyunturales. Su legitimidad, sin embargo, descansa en la percepción de imparcialidad. Cuando este tribunal parece alineado con intereses que no son los propios de su función, no solo se erosiona su autoridad moral, sino que también se compromete la esencia misma del Estado de derecho. Conviene recordar que el Tribunal Constitucional no es un actor político más. Su deber es con la Constitución y con la historia. De ahí la advertencia: no puede convertirse en un agente de apoyo a ideologías. La lealtad debe ser al texto constitucional. Europa nos observa, pero no desde la desconfianza absoluta, sino desde la convicción de que incluso las democracias sólidas requieren vigilancia y autocrítica. El escrutinio europeo debe entenderse como una llamada a reforzar la calidad democrática, a blindar la independencia judicial y a recordar que el poder político es transitorio, mientras que la Constitución aspira a perdurar. Cicerón ya señalaba que “somos siervos de las leyes para poder ser libres”; el respeto y defensa de la Constitución es esencial. Esa es la responsabilidad que incumbe a los gobernantes, a los jueces y, sobre todo, a la sociedad. La historia no será indulgente con quienes utilicen las instituciones como armas de partido o con quienes desatiendan las advertencias, el sueño eterno no ocultará la indignidad de algunos. España tiene una democracia fuerte, pero esa fortaleza solo se mantendrá con un respeto escrupuloso a la Constitución y con un compromiso inequívoco con los valores europeos.