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Editorial

Habrá paz si Hamás acepta su derrota

Hamás no puede tener papel alguno en la organización política, económica y judicial de Gaza, porque, de lo contrario, cualquier posibilidad de una paz duradera no será más que un espejismo condenado, como todos, a disolverse en la dura permanencia del odio palestino

Hay una condición en el plan de paz para Gaza del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que, más allá de la liberación de los rehenes, supone la aceptación de la derrota por parte de los terroristas de Hamás y su apartamiento como actor político activo en la región. Si esta condición no se cumple, es decir, la salida del territorio y exilio de los jefes más caracterizados de la organización islamista sólo cabe aspirar a una tregua en función del tiempo que tarde Hamás y el resto de los grupos de la yihad islámica en recomponer sus estructuras de mando y reponer los arsenales. Hay una alternativa, que es la implicación directa de fuerzas militares occidentales y árabes en el control de la seguridad interna de la Franja, pero que supondría por parte de los gobiernos de la Unión Europea, Estados Unidos y la Liga Árabe pasar de las buenas palabras a los hechos, cuestión que nadie está en situación de garantizar en esta fase del contencioso. En cualquier caso, hay que felicitarse por el cambio dramático en la crisis gazatí, sobre todo por lo que supone el cese de las operaciones militares sobre la población civil de la franja y la esperanza del regreso y la reconstrucción de sus hogares. Ahora bien, la euforia que preside en la inmensa mayoría de las cancillerías y en buena parte de la opinión pública no debe hacernos olvidar que ya se establecieron treguas basadas en la liberación de los rehenes y el intercambio de presos palestinos que las huestes de Hamás convirtieron en espectáculos denigrantes para las víctimas y escaparates de su propaganda antisemita más soez, muy lejos de las buenas intenciones que se suponía a los firmantes palestinos de los acuerdos de cese el fuego. Es evidente que la acción bélica de Israel, llevada a cabo sin miramientos por el gobierno de Netanyahu y pese a las crecientes presiones de la opinión pública internacional, ha acabado por arrinconar militarmente a la organización terrorista en Gaza, pero, también, ha llevado a la irrelevancia material, política y táctica a sus aliados del Líbano, Siria, Yemen y, por supuesto, Irán, en un cambio de las condiciones estratégicas de Oriente Próximo que va mucho más allá de la Franja. Es, por supuesto, la derrota patente del terror islamista y de sus principales apoyos lo que permitirá a los israelíes contemplar, siquiera, un futuro en el que el nombre de Gaza o el Líbano no evoque la amenaza permanente de cohetes e incursiones de muerte y la realidad cotidiana de los refugios en los sótanos, pero siempre desde el convencimiento de que Hamás no puede tener papel alguno en la organización política, económica y judicial de Gaza, porque, de lo contrario, cualquier posibilidad de una paz duradera no será más que un espejismo condenado, como todos, a disolverse en la dura permanencia del odio palestino.