Letras líquidas
Ruptura en Moncloa: ni quién ni cómo ni cuándo
La fusión de siglas ha mostrado una resistencia digna de alianzas monárquicas medievales
Una vez escribí que el destino de la coalición que nos gobierna venía marcado por Chéjov. Los consejos literarios del escritor ruso traspasan kilómetros, siglos y hasta disciplinas y su célebre teoría del arma es aplicable a los salones de Moncloa: si aparece una pistola en el transcurso de una novela, algún personaje en algún momento decidirá utilizarla. Si no, ¿para qué estaba allí? Y todos sabemos, hemos sabido desde el comienzo del acuerdo PSOE-Podemos, que el arma, o sea, la posibilidad de ruptura es parte esencial del argumento. Desde el primer capítulo. O, incluso antes, desde el mismo prólogo, con aquel «no dormiría tranquilo» de Sánchez que habría derivado ya, según su pronóstico, en más de tres años de insomnio pertinaz y recurrente.
Pero, obviando esta descripción de la incompatibilidad de origen, superada ya por repetida, y más allá de las tensiones de esta coalición en concreto, que las hay y muchas, la fórmula de ejecutivo «múltiple» tiene siempre una fecha de caducidad marcada: la de las elecciones que transformarán a los socios en enemigos sometidos al veredicto de las urnas. Desde aquel ya lejano enero de 2020, en que se cerró ese primer pacto de gobierno de nuestra democracia, no ha habido un mes en que no se haya dudado de la viabilidad de la unión. Cada ley que aprobaba el Consejo de Ministros, cada escenario que la realidad ponía por delante para ser gestionado (desde una pandemia hasta una guerra, con crisis económicas, energéticas e inflacionistas), cada una de estas circunstancias ha propiciado, al menos, dos posturas que consolidaban la paradoja de estar a favor y en contra a la vez sin inmutarse. Sin embargo, la fusión de siglas ha mostrado una resistencia digna de alianzas monárquicas medievales: tal es la conveniencia y tan nulo el amor que el pacto, en realidad, corre pocos riesgos.
O corría. Porque ya hemos llegado al desenlace, al punto determinante del relato, el del ciclo electoral. Y lo hacemos de la misma forma que lo empezamos: con la tensión permanente entre las partes (¿dos, tres, cuatro?) y con una cohabitación cada vez más irreal, más ficticia. El choque «in extremis» ya es una descripción gastada en exceso, que se va escuchando menos, y que deja paso a otras, más del estilo de «esto no puede mantenerse más». Así que, esbozando ya el capítulo final de la legislatura, la tensión narrativa crece a medida que se reducen las oportunidades para usar el arma. Aunque seguimos, eso sí, sin saber ni quién ni cómo ni cuándo lo hará. ¿Qué escribiría Chéjov?
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