El bisturí

Sánchez adultera el lenguaje como en las dictaduras

En la España de Sánchez las noticias que perturban al régimen, al líder o a sus ministros no son tales, sino bulos.

Uno de los rasgos identificativos de todo régimen totalitario es el retorcimiento del lenguaje para tratar de deformar con él la realidad. En la Rusia postzarista, la dictadura del proletariado era el eufemismo marxista empleado por el aparato comunista para encubrir la dictadura que en la práctica oprimía de forma inmisericorde a los trabajadores. En la Kampuchea apodada Democrática del sanguinario Pol Pot, el pueblo nuevo al que había que reeducar era la clase media alejada del campo y de la tradición que puso en pie Angkor, formada por comerciantes, funcionarios y gente con estudios: todos aquellos que podían poner en aprietos, en definitiva, al nuevo régimen Jemer que en 1975 se adentró por las calles de la capital Phnom Pehn. Conocida también por todos es la apetencia que siempre mostraron Castro y sus compañeros revolucionarios en Cuba por la apelación a un factor externo, en este caso Estados Unidos, catalogándolo como enemigo del pueblo, al que culpar de los males de la isla, constante que se ha repetido en todas las autarquías desde el inicio de los tiempos. Afortunadamente, la España sanchista no es la Rusia de Lenin y Stalin, ni la Camboya que estremeció al planeta, ni la Cuba corroída por el cáncer de un comunismo al que los ciudadanos, ilusos, permitieron hacerse con el poder. Sin embargo, sí empiezan a apreciarse con intensidad esos cambios semánticos intencionados y la instrumentalización de las palabras tan característicos del giro autoritario de un régimen político. El aperitivo de todo ello estuvo en la pandemia, con términos como «nueva normalidad» o lemas como «saldremos más fuertes». En la España sanchista de hoy, el enemigo exterior es Trump, y si algo funciona mal en política exterior y en la economía siempre se apuntará al presidente estadounidense y a sus aranceles como los detonantes. No es raro oír ya a los simpatizantes del régimen español atribuir a estas barreras al comercio la culpa de las subidas de precios que cercenan salarios, como si hubieran empezado con su vuelta al poder. En la España de Sánchez las noticias que perturban al régimen, al líder o a sus ministros no son tales, sino bulos, y sus difusores son máquinas del fango, ese término que acuñó con agudeza y arte de ingenio el presidente durante su retiro personal y que tanto éxito ha tenido entre afiliados y simpatizantes. Hoy, los difusores del fango y los lanzadores de bulos son los medios críticos y los jueces, los dos colectivos señalados desde el primer momento. En la España de Sánchez otra palabra manida y retorcida es la de la privatización, y aunque se le suele atribuir a la derecha, es empleada con mayor frecuencia para tratar de desmontar a Isabel Díaz Ayuso, la opositora mayor del reino. En el lenguaje sanchista, privatizador puede serlo cualquiera aunque no haya privatizado nunca nada, que es lo que ha sucedido con Díaz Ayuso desde que es presidenta autonómica. Para recibir el calificativo, basta con formar parte de la lista negra. Otras palabras retorcidas por el aparato son ultraderecha y xenófobo. Si te opones a que caigan en tu territorio 700 menas más que al del vecino te conviertes automáticamente en ambas cosas. Si justificas la autodefensa que hace Israel frente a los terroristas palestinos te transformas en una especie de tirano en potencia. El uso torticero del lenguaje sirve para que en la mente colectiva perduren imágenes negativas correspondientes al uso que se le haga. La izquierda y la ultraizquierda son duchas en dicho arte.