Joaquín Marco
Anarquistas de ayer
M i infancia no fue un patio de Sevilla, sino el piso de una calle barcelonesa en el Distrito Quinto, que ahora se conoce como Raval. No muy lejos de allí vendrían a la vida algunos escritores que no formaron parte de la burguesa generación de los 50, como Manuel Vázquez Montalbán, Terenci y Ana María Moix, Josep Mª Benet i Jornet, Robert Saladrigas y algún otro que omito. Creo que en mi misma calle, hoy decapitada por un agresivo urbanismo, vivía también Peret, al que nunca conocí. Pero todos acabamos abandonándolo. Parece ya otro tópico más apuntar que tras los partidos políticos que soportamos subyace un fondo anarquista o anarcoide, incluso en aquellos que situamos a la derecha del espectro. Hay quienes consideran que esta vaga ideología –y que a su modo se transformó en un partido y movimiento relevante en los años de nuestra preguerra– forma parte de una idiosincrasia que supera cualquier barrera ya sea nacional o social. Puede ser que nuestra diferencia –lo convirtió en eslogan el propio Fraga– en parte resida en ello. Pero no estoy muy seguro, de ser cierto, que podemos asimilarlo a aquel anarquismo de una parte de los contendientes de la guerra incivil y cuya fórmula sindical se perpetuó, con graves dificultades, en la Barcelona de los cincuenta, infiltrada en el sindicato franquista, hasta la llamada huelga de los tranvías. Recuerdo aquellos tranvías de antaño vacíos por la huelga –hoy ya desaparecidos– a los que los escolares de entonces, los que veníamos y vivíamos la España del estraperlo, lanzando piedras a su paso un tanto fantasmal. Nadie viajaba en ellos, pero podían entenderse como símbolo de una represión que no cesó hasta su desaparición ya en el nuevo paisaje urbano de la democracia.
En los años cuarenta (España con tarjetas de racionamiento, restricciones eléctricas e iluminación con lámparas de carburo) vivieron, en la misma escalera de mi casa, Fraternidad y Aurora, hijos, claro está en sus nombres, de un padre anarquista que deseaba perpetuar su ideología en la designación de su prole. Nunca llegué a conocerlo, pero Frate (de Fraternidad) se convirtió en el compañero de juegos de mi infancia. A los catorce años comenzó ya a trabajar en una fábrica, se casó pronto y desapareció de mi horizonte vital. El padre fue encarcelado tras la guerra civil y su mujer –a la que asistí más tarde en su muerte repentina– le visitaba en la cárcel Modelo para llevarle algo de comida y el paquete semanal de la ropa limpia. De estas cosas, que se sabían, apenas se hablaba. Frate y yo jugábamos principalmente a los «aventis», que rescató Juan Marsé en sus novelas. No había otra distracción, salvo los «partes» de RNE que daban cuenta de los avances de las tropas alemanas e italianas. La dictadura y sus consecuencias se dejaban sentir en los adultos, pero los niños seguíamos utilizando la imaginación inspirada en el cine y en los tebeos que llegaban a nuestras manos. Por aquel entonces era ya alumno del colegio Milá y Fontanals, frente a lo que hoy se llama Biblioteca de Catalunya y antes, en mi infancia y juventud, Biblioteca Central. Allí descubrí cierta felicidad. En sus pasillos había peceras con deslumbrantes peces rojos que nos retrotraían a situaciones menos turbulentas. Nuestro libro de lectura era un sorprendente, dadas las circunstancias, «Platero y yo» en edición argentina. La lectura de la muerte de Platero me produjo una fuerte impresión, porque mi madre tuvo que consolarme en la noche hasta conciliar el sueño. Aquel colegio era un privilegio que se mantuvo tras la República, lejos de los escolapios a los que acudí a los nueve años para preparar el obligado examen de ingreso, a los diez, del Bachillerato.
Frate subía a menudo a jugar conmigo –nosotros vivíamos en el último piso–, pero recuerdo bien el día que, tras una breve ausencia, me informó de que su padre había sido fusilado en el temido y famoso entonces Camp de la Bota, una playa donde se fusilaba en Barcelona por aquellos años alrededor de veinte personas diarias. Ignoro los delitos de los que fue acusado en el habitual tribunal militar, pero recuerdo bien cómo me contó el desconcierto que se produjo en la familia, cuando el funcionario de prisiones les informó que ya no era necesario que volvieran con ropa limpia ni con la elemental comida y les entregó lo que el padre de Frate llevaba consigo. Supongo que el hecho me impactó porque algo había cambiado. Eran años duros de posguerra y nada resultaba sorprendente. El padre de mi gran amigo Sergio Beser, más tarde catedrático de la UAB, se escondió en los altillos de la tienda de ultramarinos que regentaba su esposa Áurea y allí permaneció algunos años. Procedía de una familia bien conocida en Morella, pero había militado en las filas de la UGT. Le conocí después, cuando se normalizó la situación y Sergio trató siempre de no implicarse en los movimientos estudiantiles de aquellos años por temor a que las represalias pudieran repercutir en su familia. Pese a ello, participó en el encierro del Paraninfo barcelonés, que supuso un hito de la lucha estudiantil antifranquista. Pero el tiempo transcurrido desde mi infancia hasta los años estudiantiles había modificado sustancialmente la situación del país. El anarquismo, que procedía del siglo anterior, había casi desaparecido como organización y la CNT, tras la huelga de los tranvías, se consideraba casi testimonial.
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