Joaquín Marco
Corrupción a la carta
Según parece los españoles se escandalizan más que antes por los problemas de la corrupción ya que en el CIS del pasado mes de febrero se había incrementado un 8,3% la preocupación ciudadana por esta vergüenza nacional. Pero la progresiva toma de conciencia cabe entenderla como una de las consecuencias colaterales de la grave crisis económica, social y de conciencia que todavía estamos atravesando y viene a coincidir con el descrédito que ha ido acumulando la clase política que los podemitas denominaron «casta» y con la que coinciden ahora en algunos aspectos. También las dos grandes fuerzas políticas fueron conscientes de su repercusión social y el PP, hacia el final de su legislatura, aprobó una serie de medidas para combatir una lacra que, pese a la fama española de la picaresca que venimos arrastrando desde el Siglo de Oro, ni resulta original ni exclusiva. La corrupción generalizada y hasta habitual puede advertirse en buena parte del Continente africano, desde Oriente Medio al África negra o en los países de Latinoamérica (no olvidemos Brasil) por no mencionar la de los países asiáticos, europeos o hasta de los EE.UU. Permitiría concluir que parece inseparable de la naturaleza humana porque se infiltra en la política, en la economía y en otras organizaciones y se alimenta del poder hasta alcanzar rincones recónditos de nuestra naturaleza. La violencia de género debería considerarse también como otra de sus manifestaciones. No puede ser casual la indiferencia con la que durante tantos siglos hemos tolerado la supremacía machista, políticamente correcta todavía en algunas civilizaciones y hasta religiones.
Pero la corrupción en España (la bibliografía sobre el tema es abundante e incluso podemos advertir un diccionario al uso) ha llegado a cuantificarse. Y no andamos, con el paro juvenil superando el 50% y el general que nos sitúa a la cola de Europa, sobrados de medios. Echando una simple mirada atrás podemos advertir cuánto gasto superfluo se ha producido, cuánto dilapidaron nuestros administradores impunemente. No somos un país rico, como demuestra su historia y prueban las estadísticas económicas, pero no sólo gastamos más de lo que producimos –la casi superación del 100% de nuestra deuda pública así lo denuncia– sino que multiplicamos incontroladas administraciones. Nos entregamos a un cierto desenfreno en la designación de cargos y potestades. No es tan sólo que gastemos por encima de nuestras posibilidades, sino que lo hacemos bastante mal. Una inflación de cargos facilita la multiplicación de acciones corruptas. Al ciudadano le suenan ya términos antes tan poco habituales como cohecho (en sus diversas modalidades) o malversación. Desde hace años los políticos imputados –hoy investigados– se encuentran en la puerta de los juzgados a grupos de perjudicados por una u otra causa que les gritan e insultan: son las imágenes de cada día. Son los mismos que en tiempos de bonanza votaban democráticamente a personajes convictos de corrupción y no hace falta recurrir a la siempre mencionada Marbella, la de Gil y Gil, porque podríamos recorrer, en diversos grados, una parte de la geografía española. Pero lo que entendemos como corrupción parece limitarse a determinados partidos y a la clase política, aunque no existirían corruptos sin la existencia, en paralelo, de corruptores: los demonios saben a quién tentar. En la pasada legislatura se detuvieron 7.000 personas por presunta corrupción (2.442 el pasado año); pero de los 1.900 imputados, tan sólo 200 fueron condenados y las cárceles se llenan de pequeños delincuentes.
La corrupción ha sufrido la pena de telediario, muchos se lucraron con ella y algunos se cobijaron bajo la manta del aforamiento. Pocos sostienen hoy que tales privilegios deban mantenerse. Los españoles esperan la oportuna regeneración social que implicaría al conjunto de la sociedad. Para ello se requiere el cumplimiento de una suma de utopías como la de una justicia eficaz que cuente con los medios oportunos para reprimir aquellas conductas que requieran sanciones. Los partidos políticos que ganaron las elecciones del 20D anunciaban en sus programas diversas y severas medidas contra este mal que no cabe entender como endémico. A estas alturas de la película quienes desean combatir una lacra que resulta un desdoro democrático todavía ni siquiera se han puesto de acuerdo para formar un gobierno y, en consecuencia, se otea tan sólo humo. Cierto es que la toma de conciencia ciudadana ha contribuido a combatir policialmente los abusos de ayer y anteayer. Pero aún no hay día en el que los medios de comunicación no descubran alguna actuación escandalosa. Todo permite aventurar que el futuro será más transparente y los políticos renunciarán a tanto aforamiento. Los partidos nuevos y las juventudes de los tradicionales han contribuido a diseñar otro panorama. Pero conviene que los beneficios se dejen sentir no sólo en el ámbito de la política. Buena parte de lo que se prometió como cambio y decidieron los votantes iba en esta dirección. Queda mucho por hacer y conviene hacerlo con ética, tan próxima al humanismo como a la filosofía, y cierta prudencia. No es sólo el poder lo que corrompe. Son las facilidades que se le otorgan. Cuando utilizamos el término regeneración debiéramos recordar el confuso regeneracionismo de la Restauración del siglo XIX: acabó en el 98, que algunos calificaron como el Desastre. No hay nada nuevo bajo el sol ni ajeno a la historia.
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