Joaquín Marco
El año presente
Nos prometemos lo que nunca acabamos de cumplir y en todos los mentideros resonaron ya las advertencias sobre un futuro siempre incierto, porque vivimos en y desde la incertidumbre. Todo se nos antoja posible, aunque no probable, y pocas veces racional
Cuando sumamos otra fecha al calendario que arbitrariamente ordena nuestro tiempo saltan todas las alarmas. Nos prometemos lo que nunca acabamos de cumplir y en todos los mentideros resonaron ya las advertencias sobre un futuro siempre incierto, porque vivimos en y desde la incertidumbre. Todo se nos antoja posible, aunque no probable, y pocas veces racional. 2018, como cualquier año, nos sugiere un libro abierto que iremos completando con el día a día. Pero nada ha cambiado salvo los precios que con sus subidas nos anclan en el realismo cotidiano. Los problemas del mes de diciembre pasado siguen esperando las soluciones que no logramos descubrir y ahora, como en el tan conocido cuento de Augusto Monterroso, cuando despertamos el primero de enero vemos que el dinosaurio sigue allí. Hay múltiples señales de que la manada no va a alterar sus posiciones y cada individuo se buscará la vida, como ha hecho siempre. Los periodistas vaticinan, aventuran, proyectan: es parte de un oficio eminentemente especulativo. En cambio, la literatura que hoy más conecta con el público no se apoya en la ficción. Los relatos discrepan y aún anuncian lo extraordinario, como la solución del laberinto catalán o el impeachmant del presidente Trump. Los medios, según su entender, han desplegado toda suerte de posibilidades. Lo cierto es que cualquiera de ellas nos va a afectar, todo nos afecta y cada uno opone el grado de resistencia a los acontecimientos de que es capaz. Nuestra condición social se articula de forma tan compleja que el horizonte político de 2018 es tan solo una de las variables. Hay muchas otras que articulan nuestra convivencia, incluyendo los que buscan dinamitarla por razones espúreas.
El nuevo año es la renovación de la Esfinge. Se mantiene hermética, pero cuando finalice –si logramos sobrevivirla– advertiremos de nuevo la insensatez de nuestra especie, la que cierra los ojos a los problemas más difíciles: el cambio climático, las desigualdades, el hambre, el paro, las migraciones, los nacionalismos emergentes, el maltrato sexual. Tras todos ellos se erige vigilante el tiempo. Es el reloj que marca las horas, el arábigo del calendario, el peso de la historia que actúa desde el pasado, la finitud del planeta asociada a la cosmogénesis mítica o a la ciencia. El avance imperturbable del tiempo nos hace pensar que habrá salidas, otras salidas, a las inquietudes permanentes que nos angustian. No sabemos cuándo será, a qué generación le corresponderá tener que afrontar los cambios: emigrar hacia otro planeta más propicio en el que reproducir «la extinción de las especies» (magnífica novela de Diego Vecchio). Pero todo ello es todavía ciencia-ficción, aunque la humanidad penda de un hilo. ¿Qué nos espera? Soportar la irresponsabilidad y hacer lo imposible por contrarrestarla con la sensatez de la vida cotidiana. Siempre hay además las salidas de emergencia. Desde sus orígenes, el ser humano ha tratado de trascender el tiempo, su gran adversario, porque lo es de la vida, gracias al arte. No es seguro que los delicados pintores de Altamira fueran conscientes de la trascendencia de su trabajo. Tal vez se limitaban a entretener mediante la pintura mural el paso del tiempo, cuando el salir de la cueva era impracticable. ¿Sabían que lo estaban embelleciendo? Por ese camino, la imaginación humana ha logrado obras excepcionales. El arte conjura el tiempo, lo hace mecánico y uniforme, al servicio de algo superior y tal vez el Espíritu de Hegel no ande lejos. La religión, por su parte, también lucha contra el tiempo sosteniendo que no importa frente a la inmortalidad. Es decir que tratamos de perdurar a toda costa, de superar nuestra finitud con ilusiones que menguan los destrozos que el tiempo ejecuta, inmisericorde, sobre nuestra condición, suma de anhelos, de felicidades y de destinos. Anhelamos vencer al adversario sobreponiéndonos a él. O queriéndolo de nuestro lado. Si transformamos la historia en un relato amigo, si la evocamos distorsionándola según nuestros intereses y eliminando al prójimo del ideal, la realidad acabará un día por destrozar el artefacto. El tiempo, ese gran escultor que decía Yourcenar, es implacable y vuelve las cosas a su lugar. ¡Cuántas glorias inmortales duraron cuatro días! Observamos el futuro con incertidumbre pero es evidente que mientras las jóvenes generaciones lo tienen a su favor, los mayores lo vivimos con un punto de melancolía. También querríamos sobreponernos a él a base de ignorar sus avances, o transformarlo en materia amiga, domesticada, como esos relatos absurdos que nos quieren vender. Todos tenemos un objetivo, pero el tiempo siempre corre entre nuestras faldas. Aunque su medida depende de las civilizaciones y de los husos horarios porque la Tierra gira lentamente, pero su movimiento es tan predecible como nuestro paso fugaz por ella. Todo pasa y todo queda, decía Machado, y con él Joan Manuel Serrat. La edad nos enseña que así es, y porque queda al pasar, las cosas se repiten y las personas tropezamos una y otra vez con las mismas piedras. Una historia interminable. Así somos, y el cambio de año nos pone frente al espejo de lo que pasó y lo que no ha llegado todavía. Vivimos en ese delicado equilibrio, entre la experiencia del ayer y el sueño del mañana. Es un espacio fronterizo como el ser humano es una naturaleza fronteriza entre el cielo y la tierra. Y no cualquier irresponsable puede romperla por más que se lo proponga. Somos agua, hierro, aire. Un balón de tiempo.
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