Literatura
Encuentro con Jordi Rubió
T enemos la sensación de que el tiempo corre ahora más deprisa que ayer, aunque la tuvieron también nuestros antepasados porque nuestra especie sabe que el tiempo que se nos otorga –al que denominamos vida– resulta siempre corto ante las expectativas. Tuve la fortuna, en mi juventud, de entablar amistad con un hoy discutido maestro de la literatura catalana, descendiente de una auténtica saga. Su abuelo Joaquim Rubió i Ors fue uno de los fundadores del fenómeno calificado como «Renaixença» y su padre Antonio Rubió i Lluch ocupó la cátedra de literatura española de la Universidad de Barcelona. Jordi Rubió i Balaguer (1887-1982) realizó, como entonces era preceptivo, su tesis doctoral en Madrid en 1907 y, más tarde, entre 1911 y 1913 fue lector de la Universidad de Hamburgo. No era posible, en aquellos años, realizar una carrera académica o investigadora sin saber alemán. Muchos años más tarde no dejó de insistirme, también a mí, cuando en estos lares apenas si se conocía el inglés, en la oportunidad de su aprendizaje. Jordi Rubió o «el doctor Rubió», como habitualmente le denominábamos, participó ya en su juventud en la modernización de las instituciones catalanas. Fue el encargado de dirigir la Biblioteca de Catalunya en 1914 y un año más tarde creó y dirigió las Bibliotecas Municipales y la Escuela de Bibliotecarias, de la que fue profesor, así como de la Universidad de Barcelona en 1919. El franquismo arrasó los ámbitos culturales y el doctor Rubió se vio en la necesidad de aceptar el entonces generoso refugio de la editorial Salvat en la que dirigió su diccionario enciclopédico.
En 1942 se toleró la existencia del Institut d´Estudis Catalans, aunque en clandestinidad. Jordi Rubió daba clases de literatura catalana (materia que no existía en la Facultad de Filología de la universidad barcelonesa) en el comedor de su casa y Ferràn Soldevila haría otro tanto en el ámbito de la historia. Los escasos alumnos interesados eran captados en las aulas de la Facultad. Hacia 1956 acudí por vez primera a esta experiencia. Éramos muy pocos alumnos (no más de cinco o seis) y el ya venerable profesor ofrecía sus conocimientos de la literatura catalana de los siglos XVIII y XIX ilustrando sus clases con incursiones a la habitación contigua donde se hallaba su biblioteca, de la que extraía auténticos tesoros. Para llegar hasta su mesa de trabajo había que deslizarse entre montañas de libros que superaban mi estatura. Pero aquel sistemático desorden le era bien conocido. En alguno de sus libros se ocupó de lo que él calificó como Decadencia, denominación de la que disienten algunos jóvenes historiadores literarios. Su teoría de que la literatura catalana está formada por libros de autores catalanes, usen el catalán o el castellano, ha sido también discutida. Tal vez por ello su nombre no aparece en esta Cataluña reivindicativa con tanta frecuencia como la que, a mi entender, merece. El archivo familiar y su biblioteca han sido destinadas a una ciudad cercana a Barcelona, Sant Boi del Llobregat, donde pasaba el período estival. Frecuenté estas clases, en un piso alto del Eixample, durante dos años, que me permitieron ver la proximidad, la modestia, la generosidad del personaje y su ética profunda. Pocos años antes le habían ofrecido dirigir la Biblioteca Nacional, pero se negó diciendo que antes deberían reponerle en la de Catalunya, entonces denominada Central. Rubió eligió la sorda labor editorial. Colaboré en la entonces poderosa Salvat Editores en la redacción de artículos de un Diccionario de Literatura que dirigían Antoni Comas y Emili Teixidor. El proyecto, sin control, resultó inviable. Lo recuperé, algunos años más tarde, pero pese a las actualizaciones realizadas y el nuevo equipo, el editor abandonó la idea y sólo llegaron a publicarse, recuperados por Juan Ferraté, los artículos de su hermano Gabriel, en forma de libro.
A principios de los años sesenta me ofrecieron colaborar en el equipo del Diccionario. La media de edad de sus tres integrantes alcanzaba los setenta años. Se revisaba y actualizaba cada tres años y gozaba de gran prestigio en Hispanoamérica. Ocupé un espacio anterior al despacho del Dr. Rubió, que compartía a menudo con él, tras las conversaciones matutinas que pudimos sostener. Estaba interesado por lo que podía provenir de la juventud, partidario de Goethe, su ideal era Fausto. Durante años mantuvimos, pese a la diferencia de edad, una enriquecedora conversación. En 1966 aceptó una invitación para consolidar el clandestino sindicato de estudiantes universitarios en el Convento de los Capuchinos de Sarriá, que se convertiría en un encierro de tres días, la Caputxinada. Allí se encontraban también Tàpies, Espriu, Barral, Joan Oliver, J.A. Goytisolo y otros intelectuales del momento, una veintena de profesores (ningún catedrático entre ellos) y centenares de estudiantes. Intelectuales y profesores fuimos detenidos, pasamos las setenta y dos horas reglamentarias en la comisaría y oportunamente multados. La policía, por edad o estado de salud, excluyó a las pocas horas a Rubió, a Tàpies o Espriu. Durante la detención pude ver a Creix, el terror de la represión franquista, charlando con el Dr. Rubió, cuando éste le informaba de que aquel temido edificio de la Vía Layetana barcelonesa había sido habitado por la familia Rubió en otro tiempo. Juan Salvat me indicó que negociara la jubilación del Dr. Rubió con el abogado de la empresa. Aún nos vimos otras veces, pero conservo algunas de sus emotivas cartas. Todo ello en los tiempos oscuros.
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