Joaquín Marco
Ilusiones y desencantos
Ya se escapan las últimas horas de una campaña electoral que ha sido distinta en muchos aspectos de las que vivimos desde el restablecimiento de la democracia. No cabe duda de que la crisis económica que seguimos soportando ha alterado las estructuras políticas que han de configurar la vida de los españoles en los años venideros. La gobernabilidad postelectoral probablemente no será fácil. Parece como si descubriéramos que las diferencias generacionales dividen la población en estratos de edad y en diferentes concepciones de lo público. Pero ya Azorín hablaba de vieja y nueva política. Algunos jóvenes han inyectado cierta dosis de entusiasmo a un panorama que no ha dejado, pese a ello, de caracterizarse por cierta mediocridad. Quienes ocuparon las plazas hoy conforman disciplinados partidos y, pese a su bisoñez, cuentan ya con sus disidentes. Quienes peinamos canas recordamos aquel lema del Julio Anguita de la pinza reclamando programa, programa y programa. Pero estas elecciones se han caracterizado, más que por los programas, por los efectos deslumbradores de las televisiones. Las nuevas formaciones nacieron a su vera, se forjaron entre cámaras y tertulias y aprovecharon el tirón de sus rostros juveniles, siempre más atractivos que los de los mayores. La política de la España que renacerá el próximo lunes, sin embargo, no restará tan lejos de la que vivimos y soportamos con anterioridad. Se debilita el bipartidismo, pero otro ya se está configurando. Las ideologías parecen haber desaparecido, pero ello no deja de ser otro espejismo, banalización de algo sustancial: el siglo XXI sigue manifestándose como la sociedad del espectáculo. Pero los afectados entusiasmos juveniles y los rayos de una imprescindible esperanza han impregnado al conjunto de una política desacreditada por la corrupción y la escasa iniciativa de las naciones que conforman una melancólica Unión Europea. Los votantes están ya acostumbrados a la promesa del cambio, aunque en esta ocasión prometa más radicalismo o eficacia.
Cabe suponer que parte de unos votos ocultos o indecisos pueden también ser de jóvenes menos entregados al fervor de la renovación. Las encuestas mostraron tendencias, pero habrá que confirmarlas con los votos. Estratos sociales como los de los que se designaban como tercera edad pueden participar en este afán renovador. Precisamente son los mayores consumidores televisivos y estarán también influidos, sin duda, por estas ganas de que todo, absolutamente todo, se transforme. Y no pretendo refugiarme en el cinismo lampedusiano. Ciertas experiencias vitales, sin embargo, conllevan también algo de sano escepticismo, remiten a un espíritu más crítico. No sólo las diferencias generacionales constituyen uno de los pilares sociales. Algunos se permiten dividir la sociedad española entre ricos y pobres (como en el siglo XVIII y anteriores) o los de arriba y abajo, aunque entre unos y otros sobrevuele una amplia gama de grises que cabría matizar en euros. Se ha desdramatizado aquella lucha de clases que profetizaba Karl Marx desde el obrerismo de su siglo XIX, pero las diferencias sociales subsisten. Quienes han abandonado la óptica política que diferenciaba derecha e izquierda buscan una alternativa, que tiende a calificarse como centro y que acaba atrayendo, como un agujero negro, al mundo político que lo rodea. Esta España centrista, que ya en su tiempo descubrió Adolfo Suárez, constituye el imán de todas las formaciones, porque este país se ha convertido en los últimos decenios afortunadamente en un espacio social que dominan las clases intermedias. En esta zona es donde buscan los votos los viejos y los nuevos partidos. Por fortuna, a diferencia de lo que sucede en Francia, aquí no ha prevalecido la xenofobia ni la extrema derecha. Falleció asfixiada por un PP que copa todo este amplio espectro político si entendemos que se mantiene en vigor la tradicional formulación de derecha e izquierda. Incluso Podemos, hija de IU, ha ido decantándose hacia fórmulas menos agresivas y más centristas.
De lo que no cabe duda es de que el paisaje político que surja el próximo domingo será, en teoría, muy diferente. Las cuatro formaciones en liza –y los restos– se van a repartir los votos. Los partidos nacionalistas ya no volverán a ser el gozne sobre el que pivotaba el engranaje. El PNV seguirá en su camino y los partidos catalanes tratarán de descubrir el resquicio por el que obtener algún beneficio de unos resultados que se presentan, en teoría, complejos, porque andamos escasos en materia de pactos. Conviene admitir que existe también mucho desengaño entre votantes escarmentados por unas u otras razones. Es el desengaño de una sociedad que podríamos calificar, dando un considerable salto al vacío, como barroca, donde la apariencia cuenta más que la sustancia. El barroco, que tanto interesó al olvidado Eugeni D´Ors, es el fruto de una decadencia. Esta reiterada petición universal de cambio traduce insatisfacciones que pueden rastrearse incluso antes del advenimiento de aquella ya lejana II República. Ecos, como la regeneración a través de la educación que reclama Ciudadanos, vuelve a poner en primera línea a Joaquín Costa. Salvo el PP, el resto de formaciones pretenden impulsar una España nueva: otra transición, un proceso constituyente, un salto al federalismo. Pero antes habrá que empezar por remozar los presupuestos de 2016 y bajar a la dura realidad del día a día.
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