Joaquín Marco

Lo que va de ayer a hoy

Las posibles lecturas de los pasados resultados electorales no deben realizarse desde la observación de un inmediato futuro, sino tomando en consideración experiencias del pasado y algunos tal vez tópicos o reales vicios nacionales, ya que conviene construir siempre sobre un suelo firme

La Razón
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La larga espera que ha supuesto el periodo postelectoral, tras aquel ya lejano 20 de diciembre, no parece haberse convertido en esperanza, al menos para una parte significativa de la población. El panorama que surgió entonces, tras la ruptura de hecho del bipartidismo, pareció entenderse como una gran oportunidad. Quien más quien menos hablaba de cambios sin precisar, oteando un posible futuro no sin dificultades. Del ambiguo cambio hablaron de inmediato Pedro Sánchez, Pablo Iglesias y hasta Albert Rivera –próximo a la sentimentalidad del momento–, que calificó los resultados como «nueva etapa de esperanza e ilusión». Mariano Rajoy, a pie de obra, se limitó a decir: «Intentaré formar un gobierno estable». Con tales declaraciones abría un periódico su portada al día siguiente de las elecciones. Pero, vencidos por el escepticismo, especulamos ahora con el comportamiento del electorado ante la más que probable convocatoria de junio. Tendemos como siempre, llevados por las prisas de la vida privada y colectiva, a interesarnos por el inmediato futuro, incapaces de aprender del pasado, incluso del más inmediato. Porque considerar que los resultados electorales del 20-D constituyen una oportunidad de cambio, como ha podido comprobarse, era la interpretación más simple, pero también la menos adecuada. Los resultados mostraban dispersión del voto y, a la vez, cierta desconfianza hacia los políticos nuevos y viejos. La carencia de mayorías podía entenderse como un reto para el oportuno entendimiento, así como el desdén a las tradicionales fórmulas de gobierno, un airado signo de protesta hacia el pasado inmediato y, a la vez, una desconfianza generalizada en la clase política.

«Pica, a la verdad, en historia la unanimidad con que todas las clases españolas ostentan su repugnancia hacia los políticos. Diríase que los políticos son los únicos españoles que no cumplen con su deber ni gozan de las cualidades para su menester imprescindible. Diríase que nuestra aristocracia, nuestra Universidad, nuestra industria, nuestro Ejército, nuestra ingeniería, son gremios maravillosamente bien dotados que encuentran siempre anuladas sus virtudes y talentos por la intervención fatal de los políticos». Estas palabras no son de hoy, ni tampoco aluden a la situación que estamos atravesando. Fueron escritas por Ortega y Gasset y publicadas en forma de libro en 1921 con el título de «España invertebrada», con el subtítulo justificativo de «Bosquejos de algunos pensamientos históricos». Pero, de hecho, compilan artículos que había publicado en su periódico madrileño «El Sol» desde 1920. Debe observarse, de entrada, que aquella España posterior a la I Guerra, en la que nuestro país se mantuvo neutral, externamente en nada se parece a la de hoy, salvo algunos rasgos consolidados casi como un sustrato perdurable del inconsciente colectivo. Se lamentaba Ortega en el prólogo a la segunda edición de su libro que éste había tenido una mejor recepción en otros países y lenguas que en España, como si a los españoles no les afectaran ciertos diagnósticos o hasta les incomodaran. Hoy sus palabras, atento siempre a las minorías dirigentes y escéptico ante la amenaza de las masas, resuenan, sin embargo, con un deje de extraña actualidad. Hemos dejado en manos de los políticos (¡que se apañen!) la solución de problemas que no sólo ellos han provocado. Las escandalosas listas de Panamá que tenemos entre manos no afectan sólo a políticos o dirigentes. Tampoco cabe entender como novedad la existencia e incluso la defensa de los paraísos fiscales.

Los males que nos aquejan ni siquiera son originales. Los indignados ocupan plaza pública en un París gobernado por los socialistas. Y la vergüenza de los refugiados alcanza al conjunto de una incapaz Unión Europea, así como la xenofobia o algunas fórmulas fascistoides podemos observarlas, incluso destacadas, en la campaña electoral estadounidense. Ortega era consciente de que nuestras diferencias con Europa no eran entonces tantas ni mucho menos insalvables. Las lecturas del 20-D acerca del cambio ignoraban que en el campo minado de la política casi nada resulta original. Es posible que soluciones como el bipartidismo, que se utilizaron en etapas anteriores a las palabras de Ortega y que definimos como «Restauración», parezcan ya ineficaces y quizá lo sean no sólo para los españoles, sino también para los alemanes o los austriacos, a quienes se nos presenta como modelos a imitar. Ya en algunas páginas de su libro el ensayista español reclamaba entonces diálogo y cierta unidad en los partidos. Habría que añadir ahora, en la era de las nuevas tecnologías, en una España urbanita –a diferencia de la de Ortega– alguna dosis de imaginación. Se dijo, no sé si con mala intención, que la actual encrucijada política española era como un campo de experimentación, un laboratorio político europeo. No cabe duda de que los ciudadanos, si los políticos no llegan a un acuerdo para formar gobierno, les castigarán con la única arma que poseen: la abstención, que equivale a indiferencia. Deberíamos lamentar partir de unas bases emponzoñadas con una cierta e indefinida sensación de fracaso colectivo. Las posibles lecturas de los pasados resultados electorales no deben realizarse desde la observación de un inmediato futuro, sino tomando en consideración experiencias del pasado y algunos tal vez tópicos o reales vicios nacionales, ya que conviene construir siempre sobre un suelo firme. Ni Europa puede entenderse como tal.