Joaquín Marco

Nos vigilan

La Razón
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Es opinión común que los españoles se autoflagelan y poseen una mala opinión de sí mismos, porque los espejos en los que se contemplan son deformantes. No es necesario recurrir al déficit que soportamos, ni a nuestra historia o a los componentes de aquella «generación del 98», de un devastador pesimismo que habría de conducir años más tarde a una devastadora guerra civil teñida de nostalgias imperiales. Los hechos colectivos más recientes pueden entenderse como la incapacidad de nuestros políticos de acordar por motivos que no deben reducirse a la ideología. Somos diferentes, como se ha reiterado, del resto de los europeos u occidentales, aunque no tanto como se pretende. Se justificaría porque nuestra democracia es joven y escasa nuestra experiencia en materias de gobierno. Pero contra este fenómeno habría que analizar hasta qué punto los países más o menos democráticos europeos, en un ya lejano 1936, pretendieron probar fuerzas en tierras peninsulares y cómo los defensores estadounidenses de las libertades contribuyeron a afianzar un régimen, como el del general Franco, que contrastaba con los de los países democráticos. Incluso podría volverse el argumento como un calcetín para concluir que la historia reciente de este país nos ha vacunado ante experimentos totalitarios, que observamos, sin embargo, en países cercanos. No han aparecido todavía fuerzas xenófobas de calado, ni partidos que pretendan evadirse de la Unión Europea, ni existen problemas serios de convivencia, pese a los nacionalismos independentistas. La vida colectiva transcurre con la normalidad de leyes, sin duda imperfectas, bajo la capa de una Constitución que casi todas las fuerzas políticas entienden que convendría reformar y parecen dispuestas a intentarlo. El tránsito hacia nuevas elecciones no ha dejado vacíos de poder, sino una matizada decepción.

Sin embargo, somos observados por muchos medios occidentales, gracias a los corresponsales extranjeros que conviven con nosotros. Se han hecho eco de la incapacidad de los partidos para formar gobierno y, tras un sinfín de maniobras –las que conocemos y otras que ignoramos–, los pacientes españoles deberán volver a las urnas con mayor o menor irritación, decepción y hasta en algún caso con satisfacción. Sin embargo, se echa de menos algún rasgo de humor que mitigue la sorpresa y difumine la sensación trágica con la que tendemos a acoger cualquier circunstancia de orden colectivo. La más reciente historia democrática tampoco ha sido una sucesión de mayorías absolutas populares o socialistas. Se pactó con moderados nacionalistas y, en las últimas elecciones autonómicas, los partidos mostraron flexibilidad con toda suerte de alianzas que, en las generales, han sido incapaces de reproducir. Resulta inimaginable entre nosotros el éxito de un personaje como Donald Trump, que se está haciendo con la nominación del partido republicano en EE UU, nación en la que se manifiestan los efectos del nocivo bipartidismo. Sin embargo, no nos cansamos de repetir que aquella democracia es modélica. Hay que admitir que echamos de menos algunos de sus recursos, pero no cambiaríamos la sociedad del bienestar (y, en ciertos sectores, del malestar de hoy) por un liberalismo que, en su vertiente más próxima, ha encarnado el tan a menudo maniatado presidente Obama. Echamos de menos también, en la mayor parte de líderes europeos, aquel sentido del humor, aquella actitud juvenil (que nada tiene que ver con la edad) con la que el saliente presidente de los EE UU se manifestó, por ejemplo, hace pocos días en la que fue la última cena con corresponsales de prensa, acompañado de una minoría selecta de invitados entre los que se encontraban los hijos del mismo Donald Trump, y que superaban las 2.000 personas.

De hecho, la Prensa estadounidense ha calificado a Trump como un «showman» televisivo y él mismo encarna las perversiones del populismo. Pero sin duda Barack Obama se superó con creces como monologuista con un ácido sentido del humor. Entre otras muchas lindezas, de las que no escaparon ni Hillary Clinton ni Bernie Sanders, llegó a decir de Trump: «El «establishment» republicano anda preocupado porque su candidato favorito no tiene experiencia en política exterior, pero para ser honestos hemos de reconocer que Donald ha pasado varios años reuniéndose con líderes mundiales: miss Suecia, miss Argentina o miss Azerbaiyán...», porque Trump es el propietario del concurso Miss Universo. No hay como el sentido del humor para desdramatizar, aunque tampoco sea necesario provocar la carcajada. Pero el limitado mundo político de la España de hoy se entronca en demasía con aquel unamuniano sentido trágico de la vida, prohibido por el cardenal Enrique Pla y Daniel en 1942, que muestra la parte menos irónica (que también la tuvo) del búho vasco Miguel de Unamuno, que ya sólo leen los especialistas.

En 1953, a décadas de su muerte, monseñor Antonio Pildain y Zaplana, obispo de Las Palmas desde 1953, redactó con mucha seriedad una carta pastoral titulada «Miguel de Unamuno, hereje máximo y maestro de herejías», el obispo que en 1950 prohibió la visita de Franco a la Catedral por haber organizado un baile, ya que estaba entonces empeñado en una cruzada contra el baile: obsérvese de dónde venimos. Vayamos, pues, con rostro risueño y sentido del humor, a depositar el voto el día 26 de junio, tras la verbena de San Juan, no sé si –como alguien dijo– tapándose la nariz, tal vez disfrutando de un día de playa. Nos observan, pero seguiremos cabalgando, tal vez diría el buen Sancho.