Elecciones en Estados Unidos
Trump contra Hillary
Tanto el partido demócrata como el republicano han experimentado una fuerte sacudida que dejará poso y la carrera por la presidencia empieza sus cien días finales hasta el 9 de noviembre con fieles tradicionales de cada partido jurando quedarse en casa o incluso votar al contrario
Difícil saber dónde está Guatemala y dónde Guatepeor en las más singulares elecciones de la historia de Estados Unidos, teniendo que elegir entre el impresentable Trump y la maligna Hillary. Al fin el candidato externo se impuso a los republicanos, mientras que los demócratas consiguieron sacar a la preferida del aparato del partido. Ambas organizaciones han experimentado una fuerte sacudida que dejará poso y la carrera por la presidencia empieza sus cien días finales hasta el 9 de noviembre con fieles tradicionales de cada partido jurando quedarse en casa o incluso votar al contrario.
Tras la convención republicana (del 18 al 21 de julio) y antes de la demócrata (25-28 del mismo mes), Trump se acercó en las encuestas peligrosamente a Hillary, la cual tras su éxito ha vuelto a distanciarse con un mínimo de 5 puntos de ventaja o bastante más en otras encuestas que siguen llegando. La cuestión es dónde se estabilizarán las expectativas una vez que se disipe el impulso que proporcionan los grandes cónclaves partidistas, pero Clinton arranca mejor situada no sólo en intenciones actuales de voto, sino en coherencia de partido y en dotación económica para la campaña. Probablemente también en armas propagandísticas contra su rival, aunque esto está por ver.
En este ciclo con tantas sorpresas, la más amenazadora incógnita para el sistema, la explosión de las convenciones, se ha evitado, aunque los republicanos, sometidos a mucha mayor presión, han salido mucho peor parados que los del partido del asno. Los que en ambos bandos pretendían impedir lo que finalmente ha resultado, estudiaron minuciosamente las respectivas normas para el desarrollo de sus grandes asambleas y pretendieron que dejaban un margen para el cambio en el curso mismo de las celebraciones. En el caso republicano los delegados elegidos a las primarias no acudirían con un voto tan vinculante que no pudieran cambiarlo a favor de alguien que tuviera mejores perspectivas presidenciales que el vencedor en el proceso previo. En el caso demócrata era casi lo opuesto: los superdelegados salidos de la jerarquía del partido no tendrían tanta libertad de voto como para hacerlo en contra de las preferencias de sus bases en el distrito del que procedían.
Las estructuras partidarias prevalecieron y no se permitió la reinterpretación de las normas, pero para los republicanos el costo ha sido enorme. Grandes personajes del partido, los Bush en pleno, McCain, Romney y muchos más, no comparecieron, y los Trump aprovecharon para meter la pata hasta el corvejón. La señora plagiando frases literales del discurso de Michelle Obama en la convención demócrata del 12 y el Donald atacando vilmente a la madre de un capitán de religión musulmana que murió heroicamente en Irak tratando de defender a sus soldados. De escándalo en escándalo, Trump sigue consiguiendo una amplísima y gratuita cobertura mediática, pero no precisamente para bien. Sin embargo no le hace daño, sino más bien lo contrario, entre sus entusiastas, llenos de rencor tanto contra el obamato demócrata como contra la cúspide de su propio partido, en el caso de que tradicionalmente se hayan identificado con él, cosa que no siempre sucede.
El partido republicano, que no han tirado la toalla, ha puesto sus esperanzas en controlar a Trump a base de rodearlo de futuros nombramientos y consejeros fiables. De momento no lo ha conseguido y aunque lo lograra en una hipotética victoria, es dudoso que sirva para algo. En primer lugar, está convencido de que su enciclopédica ignorancia de la política es uno de sus mejores activos, aunque no tanto como su infalible intuición y su habilidosa capacidad para soltar envenenados venablos a diestro y siniestro contra todo el que se interponga en su camino. Algunos de sus dicharachos contienen verdades que rompen con el asfixiante tabú de la rígida ortodoxia de la «corrección política» del progresariado americano, haciendo así las delicias de sus seguidores, pero la mayor parte de sus ideas son dañinas e impracticables, aunque lo peor no son sus ideas sino él mismo.
Los republicanos que, haciendo de tripas corazón, están dispuestos a votarlo, esperan que las insuperables realidades del poder y la solidez del sistema conseguirán contenerlo y que cualquier cosa, incluida la cosa Trump, es menos mala que Hillary, paradigma de retorcimiento y mendacidad. Lo importante es que esa imagen ha ido empapando a todo el país y ha penetrado en buena parte de las filas demócratas. No se trata de una revulsión tan intensa, pero también tendrán que superar sus tripas para votar a un personaje que saben compulsivamente tramposo y embustero, pero al que consideran competente en conocimientos y práctica en la cosa pública interior y exterior. Hillary, respondiendo al impacto de su rival Sanders y al aceptar cubrirse con el manto de Obama, que quiere protegerse de una avalancha de críticas, se encuentra con un partido considerablemente izquierdizado.
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