Benedicto XVI
La pederastia y la rueda de molino
No fue hasta hace una docena de años cuando empezaron a conocerse los primeros casos de pederastia perpetrada por eclesiásticos. Entonces, todo parecía indicar que se trataba de una realidad puramente coyuntural y marginal, con epicentro concreto en Boston y en alguna otra diócesis estadounidense. Desde el primer momento, Juan Pablo II, entonces Papa, quiso conocer la verdad, quiso cortar por lo sano, quiso erradicar un mal que jamás podría ser una plaga. Transfirió, al efecto, las competencias del seguimiento y eventuales sanciones disciplinares sobre este tema a la Congregación para la Doctrina de la Fe, cuyo prefecto era un recto e intachable cardenal alemán de nombre Joseph Ratzinger.
El 19 de abril de 2005, diecisiete días después de morir Juan Pablo II el Grande, el cónclave del colegio cardenalicio eligió para calzar las sandalias del pescador, a pesar de sus 78 años, al recto, íntegro e intachable Ratzinger. Singularmente en los años 2009 y 2010, las peores pesadillas se abatieron sobre el ya Papa Benedicto XVI a propósito de las denuncias de pederastia en el seno de la Iglesia. No le tembló el pulso a Ratzinger-Pedro. Endureció la legislación hasta el extremo, obligó a la cooperación sin fisuras con las autoridades civiles, desenmascaró encubrimientos o miradas a otro lado y recordó hasta la saciedad la maldición de Jesucristo sobre aquellos que escandalizaren a los pequeños (Mt 18, 6). Cerca de un centenar de obispos tuvieron que dimitir o ser dimitidos (por encubrimiento o negligencia) y sancionó y apartó del ministerio, además de las correspondientes penas civiles, a más de 400 eclesiásticos convictos del nefasto delito y pecado de la pederastia.
Ni un solo caso estaría jamás justificado. No consuela tampoco pensar que entre los colectivos sociales es en la Iglesia donde quizás haya menor índice de esta lacra. Porque aunque así parece ser, sacerdotes, consagrados y laicos comprometidos están más obligados que nadie a no cometer tales atrocidades. Desde cinco principios se inscribe la actuación de la Iglesia, en medio de la vergüenza, del delito, del pecado y del escándalo de la pederastia: tolerancia cero con los abusos y con quienes los cometen, ayuda a las víctimas, presuntas y probadas, cooperación con las autoridades, plena aceptación de los protocolos previstos al respecto por el Vaticano y además, petición de perdón y ejercicio de penitencia.
En la hoja de ruta de la Iglesia en su lucha contra los abusos a menores no hay otros caminos ni atajos. La pederastia perpetrada por eclesiásticos es tan grave y tan deleznable que sólo se combate con medidas disciplinares severas y con el desarrollo de acciones que reparen el mal cometido. Ni mirar para otro lado, ni intentar tapar y esconder las vergüenzas, ni ningún corporativismo, ni tibieza alguna caben como respuesta. El que la hace la debe pagar y sobre él ha de caer todo el peso de la ley civil y canónica. Y, por supuesto, sin olvidar que las víctimas son lo primero.
* Director del Semanario Ecclesia y de Ecclesia Digital
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