Francisco, nuevo Papa
Las Fuentes de la Alegría
LA RAZÓN ofrece un texto inédito del último libro escrito y corregido por el cardenal Jorge Mario Bergoglio antes de ser elegido Papa. Este extracto aborda el respeto y la alegría como base de la convivencia a partir de la realidad de la Iglesia de Sardes, una de las siete del Apocalipsis
La desolación de Sardes es la de la Iglesia que ha pecado gravemente, ha negociado, mantiene el nombre pero está muerta por dentro (...). El Señor consuela a Sardes mostrándose como el que tiene los siete espíritus y las siete estrellas. Estos espíritus y estrellas son las iglesias mismas, su realidad espiritual y luminosa, que está en las manos del Señor. El Señor apela a la pertenencia. Para ello le recuerda la hora de la muerte y el juicio, la memoria de la palabra que le fue predicada, volver a los que han permanecido fieles y promete mantenerse fiel. El Señor mira el rescoldo que siempre queda en el corazón cristiano, no apaga la mecha que aún humea (...).
Recuperar el respeto
Recuperar la pertenencia y la propia historia significa recuperar el respeto. Sardes ha perdido el respeto por sí misma y es la más indigna entre las otras iglesias. Puede ayudarnos a meditar un poco sobre el respeto.
Una señal de que un sacerdote ha madurado bien, se ha convertido en «presbítero» sin perder juventud ni alegría en su ministerio puede verse reflexionando acerca del respeto. Respeto viene del latín re-spicere, mirar dos veces. Lo tomamos tanto como actitud de los demás ante el sacerdote –cuando lo miran dos veces, es decir, cuando se nota su presencia, cuando se lo busca para pedir consejo, cuando se lo imita– como a la actitud del propio sacerdote, ante sí mismo, ante los demás, ante las cosas y ante Dios.
El que «respeta» mira dos veces antes de hablar y de actuar, pondera, aguanta... no se deja llevar por la emotividad. El respeto es lo contrario de esa tentación de los ancianos que suscitan menosprecio porque se los ve fundamentalmente «chochos», sumidos en las luchas por el poder, los que hablan mal de todo el mundo y no se juegan sino por sí mismos, los que adoptan una pose respetable pero en el fondo siguen a merced de las tentaciones primarias o han sucumbido a las dos más espirituales: la de la vanagloria y el orgullo. «Tienes nombre de vivo pero estás muerto».
Nos centramos ahora en el respeto ante los demás, mirando especialmente la actitud ante los más jóvenes, puesto que en la relación padre-abuelo/hijos es donde mejor se muestra si el anciano ha superado la crisis o si ha huido de ella.
Se puede engañar a los demás respecto de la relación que uno tiene con Dios. Una postura piadosa, una liturgia celebrada con cara de unción, el breviario abierto y entre las manos cuando alguien entra en la pieza, pueden ser posturas adquiridas, máscaras que se han pegado tan bien al rostro que hasta la propia persona se cree piadosa y respetable.
Se puede tener un aire digno ante las cosas, manejando las propias avideces con moderación (lo cual a veces no es virtud sino miedo a la enfermedad y un seguimiento hipocondríaco de los consejos médicos), sublimando la sensualidad y refinándola exquisitamente de modo que se acarician almas en vez de cuerpos y el franeleo toma el nombre de dirección espiritual. También se puede llegar a saber sobre llevar las propias «ñañas» de la vejez con donaire, tener modales pausados y no mostrar las emociones ni dejar que se trasluzcan los estados de ánimo. Un ánimo parejo puede ser también una máscara, o más que una máscara una coraza y no sólo externa sino de esas que sofocan toda tromenta interior antes de que nazca.
Pero en la relación con los más jóvenes, con los hijos, es donde la «respetabilidad» no puede ser fingida. Existe en los jóvenes una especie de sexto sentido ante los amores que hace que a algunos se los respete y se los sienta cercanos, se los trate con cariño, se los busque y se les pida consejo, se les abra el corazón en confesión y dé gusto sentarse a su mesa. En cambio a otros, los jóvenes se les burlan o los ignoran, ni se les pasa por la cabeza acercarse espontáneamente, se los respeta sólo formalmente... Aunque no lo formulen matizadamente hay una tendencia a la cercanía o a alejarse que sale por los poros de la piel.
Se «pesca» al que no quiere soltar la manija, al que le interesa cuidar su imagen, al que no se juega ni muestra el corazón cuando se da una charla más personal, al que es egoísta, al que miente, al que dice a todos que sí para no quemarse cuando en realidad está chamuscado por entero... En el fondo, lo que se «pesca» es al que no quiere transmitir ninguna herencia. Y esto se debe a que no la posee. Solamente la ha administrado y para su provecho, por eso no tiene nada que transmitir y si pierde la administración se queda sin nada. Es el que se cree vivo del Apocalipsis pero en realidad está muerto. Dios no se ha interiorizado en su corazón. Lo sigue viendo con mentalidad adolescente, como alguien exterior, que le perdonará sus «pecados» o pecaditos –todos tenemos–, pero no ha descubierto al Dios que le reclama su corazón.
Pablo, en su relación con Timoteo, es el prototipo del anciano, que está a punto de ser derramado como una libación (2Tim 4, 6) que sabe dejar su herencia a un joven. Pablo comienza su carta diciéndole: al acordarme de tus lágrimas (cuando se despidieron en Éfeso), siento un gran deseo de verte, para que mi felicidad sea completa (2Tim 1, 4). Pablo es el anciano, que en el atardercer de su vida, en el que todo es lucha y persecuciones, mantiene dos cosas: su vocación, la fe inconmovible en Aquel que lo llamó para anunciar la promesa de Vida que está en cristo Jesús, y su paternidad: Timoteo es su hijo muy querido, de quien se acuerda de día y de noche en sus oraciones, a quien exhorta a mantenerse fiel.
La alegría es el signo de que nuestro corazón está ante su bien. Y el bien último de nuestro corazón no consiste en el dominio de ninguna situación –de lo que se dice o se hace en nuestro ambiente, o de lo que sucede en nuestro interior– sino en el amor a las personas concretas –el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, nuestra Señora y nuestros prójimos–por encima de las cuales no existe ningún reino ideal de valores que merezca nuestros afanes. Por eso, cuando nos preguntamos por nuestra alegría ministerial, no tenemos que hacer la pregunta en términos de eficacia ni de ascética ni de cantidades sino que tenemos que mirar las fuentes de la alegría que son los corazones. Y las preguntas pueden ser dos, si estamos ya listos para «ser derramados en libación», si nos vamos convirtiendo en hostia pura inmaculada y santa para entrar en nuestro Dios, y si estamos cuidando bien nuestra herencia –los hijos que nos han sido dados–, preparándolos para recibir la antorcha.
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