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Dos papas santos

Los «noes» de Ratzinger

«L'Osservatore Romano» desvela un texto inédito escrito en 2004 por el Papa Emérito en el que relata el inicio de su relación con Juan Pablo II

La Razón
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Mi primer encuentro con el cardenal Wojtyla de Cracovia –el futuro Papa Juan Pablo II– fue indirecto. Un amigo mío, el filósofo Josef Pieper, había participado en un congreso internacional de filosofía en Nápoles y me había contado que el verdadero acontecimiento de aquellos días había sido la relación con el arzobispo de Cracovia: él había encontrado, finalmente, un verdadero filósofo que planteaba de un modo nuevo, con nueva energía y una intuición genial, las preguntas esenciales. No se enredaba en teorías académicas, sino que estaba animado por la pasión por el conocimiento y la por voluntad de verdad. Debía recordar ese nombre. Y me acordé, pero en aquel momento no pude encontrar ningún trabajo suyo en un idioma accesible para mí.

El primer encuentro real sucedió a continuación, en el cónclave tras la muerte del Papa Pablo VI. El cardenal de Cracovia me saludó con gran cordialidad; había leído mi libro «Introducción al cristianismo», y por eso no le era del todo desconocido. El primer día del cónclave ya tuvo lugar una reunión de los cardenales presentes, en la que, sin ningún orden del día en particular, podíamos expresar nuestras ideas acerca de los problemas que tenía la Iglesia y el mundo.

Fue una excelente oportunidad para aprender a conocerse los unos a otros y, al mismo tiempo, para obtener las ideas, desde las más diversas perspectivas, de las tareas que el futuro Pontífice tendría que enfrentar. Por supuesto que no podíamos dibujar cualquier programa para el nuevo pontificado, pero el nuevo Papa, cualquiera que fuera, tenía que conocer de primera mano cuáles eran las expectativas que alimentaba, lo que se esperaba de él y los riesgos que podría afrontar. El arzobispo de Cracovia convenció con su análisis profundo de los desafíos que el marxismo, de diferentes maneras, representó para la Iglesia en el mundo libre, así como para las iglesias locales que se vieron obligadas a vivir bajo el régimen comunista.

En el mismo año, a mi pesar, no pude encontrar ocasión para encontrarme con los cardenales polacos que habían venido de visita a Alemania y que luego, por supuesto, hicieron una parada en Mónaco. La archidiócesis de Monaco- Freising estaba hermanada con la Iglesia católica de Ecuador, y en los días de la visita de los cardenales polacos celebraban un Congreso Mariano Nacional en el que el Papa Juan Pablo I, a petición de los obispos de Ecuador, me había enviado como su enviado. Así que ,a pesar de que no podía sentir más no estar presente en Mónaco en una ocasión tan importante, no pude dejar mi tarea.

Fue durante mi estancia en la capital, Quito, que recibí la terrible noticia de la muerte del «Papa Bueno». Los obispos y los laicos me confiaron entonces traer diferentes mensajes, pero entonces, en una Roma oscurecida por las tormentas de siroco, sólo pude despedirme a los pies del difunto Papa.

La idea de que el arzobispo de Cracovia se convirtiera en Papa estaba en el aire desde el primer cónclave del año 1978, pero el salto que suponía esta decisión, en aquel entonces parecía todavía demasiado grande. La repentina muerte de Juan Pablo I, sin duda, reforzó la sensación de que era el momento para un paso valiente que se hacía necesario. Un Papa del este, un Papa para el que el «socialismo real» no era sólo una teoría, sino una realidad cotidiana que vivió y sufrió –era esto, un pensamiento que calmaba, sobre todo después de las tormentas del 68 desencadenaran un entusiasmo marxista que fue tomado muy en serio. ¿Y si además era un filósofo que había profundizado en la confrontación entre el cristianismo y el marxismo y un pastor que había apoyado y que había ayudado a los creyentes orando y llevando estas penas antes Dios, no era una cuestión más que necesaria tanto para Oriente como para Occidente?–. Presté atención a cómo rezaba este hombre, a cómo se reunía con nosotros de forma abierta y sin prejuicios, incluso con los alemanes, y eso fortaleció mi convicción de que era el Papa para ese momento. Debo admitir que, en secreto, sentí alegría de pensar que con esa elección los más críticos de la Iglesia en Alemania, que esperaban destacar lo más negativo del Pontífice, se quedarían sin habla, y que, por primera vez, tendrían que tomar aliento antes de encontrar nuevos motivos para sus aversiones profundas. ¿No estarían ahora más dispuestos a reflexionar y a escucharnos?

Permanece como inolvidable el día que asumió su ministerio, la liturgia solemne en la plaza San Pedro, en la que el ya Papa Juan Pablo II encontró palabras que llamaron poderosamente la atención. Inolvidable fue especialmente el dramático llamamiento a los cristianos en el mundo, también a todas las personas vacilantes en la investigación, podían creer, pero también a todos aquellos que tenían miedo a que convertirse en creyentes, ya que implicaba sacrificar demasiado de su libertad y riqueza en la vida.

Muy brevemente, me gustaría añadir más pistas de otros encuentros con Juan Pablo II, que, para mí, fueron un regalo. Debió ser por 1979 que el Santo Padre me llamó a Roma para una entrevista en la que me dijo que tenía la intención de nombrarme como prefecto de la Congregación para la Educación Católica. Me asusté porque habían pasado sólo dos años desde mi ordenación como obispo y los fieles de mi diócesis y yo habíamos considerado que aquello era una promesa de lealtad que me ataba a mi diócesis. Pero había también razones más prácticas que me hacían parecer imposible irme en aquel momento. Estaba abordando algunos problemas espinosos. Desaparecer en esta situación de aguas turbulentas parecería una vía de escape para no asumir la responsabilidad.

Expuse al Santo Padre que, en ese momento, no podía salir de mi diócesis. Todavía estoy agradecido por el gran entendimiento queme mostró ante la renuncia a la designación que él pretendía. A decir verdad, me dio a entender que, en el futuro, podría pensar en mí para un trabajo en la curia. No podía discutirle nada, porque para mí, en ese momento, era importante poder continuar mi servicio en Mónaco. El año siguiente me llamó a otra reunión: el Papa me nombró Relator para el siguiente Sínodo de los Obispos sobre la familia. Para mí fue un evento muy emocionante .

Se trataba de leer las respuestas de las conferencias episcopales y fundirlas en una sola. Los procedimientos del Sínodo aún no estaban de manera tan completa como se hizo en el interín, por lo que había más espacio para la improvisación. Teníamos que encontrar, en cada caso, las reacciones y formas de cooperación necesarias. Esto no sólo ofrece varias oportunidades para aprender de los obispos de la Iglesia universal allí reunidos, sino también me dio la posibilidad de conocer al Papa, que, con humor e indulgencia, aceptó los pequeños contratiempos que surgieron en el desempeño de mi labor. Nuestra relación se convirtió en apenas unas semanas en aún más amable y directa.

De nuevo un año más tarde, aproximadamente en febrero de 1981, el Papa me dio a entender que tenía la intención de nombrarme sucesor del cardenal Šeper como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Éste había llegado a los 76 años, pero no se sabía cuándo iba a dejar su puesto. Incluso tampoco conocía si yo quería seguir trabajando unos años más en Mónaco para resolver paso a paso, en la medida de lo posible, los problemas encontrados, pero no me atreví a decir que no una vez más; sin embargo, puse una condición, que tal vez podría haberme apartado de la senda de Roma: le dije que, en función del tiempo que me dejase mi trabajo, creía que era necesario poder seguir con la publicación de mi obra como teólogo; pero dudaba de que esto fuera compatible con la requerida objetividad de la oficina. Sobre este tema el Papa no quiso decidir de inmediato, pero prometió que me iba a consultar y luego comunicaría su decisión.

El 13 de mayo sucedió algo terrible: yo estaba en una reunión con los sacerdotes de la zona en la ciudad de Rosenheim y me iba a casa feliz de que todo hubiera ido bien. En la entrada principal del Obispado de Mónaco vi a reporteros con cámaras y micrófonos. No me podía explicar todo aquel trasiego. Cuando salí, ya sabía que el Papa había sido gravemente herido en un atentado en la plaza de San Pedro, que estaba en el hospital Gemelli de Roma, donde se le había practicado una operación arriesgada cuyo resultado era incierto. Estaba tan sorprendido por la terrible noticia... No podía ser que este gran Papa –un hombre verdaderamente de su tiempo que nos había concedido Dios– hubiera sufrido el percance en ese mismo momento en el que, con toda la fuerza de la fe y su experiencia, sólo había empezado a abrir la Iglesia, el cristianismo y había puesto de nuevo a la humanidad en el camino hacia Dios y, por ende, en el de la dignidad del hombre.

Simplemente lo necesitábamos; los poderes de las tinieblas no podían ser lo suficientemente fuertes como para quitárnoslos. Todos, durante esas semanas, oramos mucho; todos aquellos que vivieron esos días están muy agradecidos por la salvación casi milagrosa del Papa que continuó dando mucho por nosotros, por la Iglesia y por la humanidad. En el otoño de 1981 -todavía visiblemente marcado por el sufrimiento - me llamó a Castel Gandolfo para una entrevista ; en 1982 comenzó para mí una larga asociación con el Papa Juan Pablo II, en la que aprendí a venerar a este hombre de fe.