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Dos papas santos

No os escandalicéis de las llagas

La Razón
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En la segunda mitad del siglo I, el apóstol San Pablo ya señaló que la cruz de Cristo era, para algunos, escándalo, vergüenza, suplicio absurdo e ignominia estéril. También previno el apóstol de las gentes sobre aquellos que vivían de espaldas de la cruz de Señor, haciendo de sus carnes y sus vergüenzas su propia gloria. Y en otra ocasión, apostilló que él, Pablo, ya no se gloriaba de nada, sino de Cristo y este crucificado y resucitado.

Algo similar acaba de decirnos el Papa Francisco en su breve y enjundiosa homilía de la misa de canonización de los Papas Juan XXIII y Juan Pablo II. Y es que ambos nos enseñan «a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama».

Las vidas de estos dos extraordinarios hombres y cristianos recorre un arco temporal de casi siglo y medio: desde 1881 en que nació Juan XXIII hasta 2005 en que murió Juan Pablo II. Durante estos ciento veinticuatro años, la humanidad fue testigo de los cambios quizás más profundos y decisivos –muchas veces hasta violentos- experimentados en la historia. Dos guerras mundiales, el periodo de la frágil paz de Versalles y del auge de los totalitarismos del siglo XX, la Guerra Fría, la irrupción de las revoluciones silenciosas del mayo francés de 1968 y las del consumismo y materialismo, el incremento del ateísmo práctico, los últimos estertores del comunismo soviético y el arranque, indeciso, tantas veces idolátrico y también violento, del siglo XXI contemplan e incluyen este segmento temporal, repleto asimismo de numerosas luces y razones para la alegría y la esperanza.

A los temores y tragedias que asolaron partes importantes de sus vidas (Juan XXIII fue movilizado en la I Guerra Mundial y después representó a la Santa Sede en los más fáciles destinos diplomáticos de Bulgaria, Turquía, Grecia y Francia; Juan Pablo II vivió en primera persona y hasta sus propias carnes el horror del nazismo, de la II Guerra Mundial y del comunismo soviético), respondieron, sin miedos, sin abrumarse, conscientes de que Dios siempre es más fuerte que la desgracia, que el amor es más poderoso que el odio y el bien superior al mal. Y así lo hicieron porque creían en el Dios de Jesucristo y porque, por su gracia y ayuda, supieron mirar y tocar las llagas del Señor y reconocer en ellas, para después sanar con el bálsamo de la misericordia, las llagas del hombre contemporáneo.

En suma, no se escandalizaron de la cruz de Cristo ni de sus llagas presentes entre nosotros, sabiendo derramar ternura, bondad y amor sobre las heridas de la humanidad.

Unos veinticinco mil judíos lograron salvar sus vidas en Turquía gracias a Roncalli, durante sus años en Estambul. Wojtyla clamó por la libertad de su oprimida Polonia, anteponiendo la dignidad y los derechos de las personas a los reclamos y los dictados de los poderosos del momento. Ya Papa, Juan XXIII contribuyó a detener las peores consecuencias que se cernían, en plena guerra fría, en la crisis de los misiles, en la Bahía de Cochinos (Cuba), en las relaciones entre la URSS y USA. Por su parte, Juan Pablo II jugó un papel capital en la caída del Muro de Berlín y llevó por todos los rincones del mundo, en 104 viajes a ancho y largo de toda la geografía terráquea, el mensaje de la paz, de la justicia y de la libertad.

Y, así, dejaron, como ha recordado el Papa Francisco, una huella «indeleble para la causa del desarrollo de los pueblos y de la paz». «Fueron dos hombres valerosos», que testimoniaron, con sus propias vidas y con el legado de sus obras, de sus escritos y de sus gestos, la bondad y la misericordia de Dios.

SE CRECEN POR LOS SANTOS

No se avergonzaron de la carne de Cristo, ni de la carne de los hermanos. Mediante el Concilio Vaticano II –proverbial y providencial iniciativa de lo Alto, dócilmente servida por el primero, y feliz y adecuadamente implementado por el segundo, trabajaron para «restaurar y actualizar la Iglesia según su fisonomía originaria».

Y ahora ambos, en esta nueva coyuntura de la historia y de la vida de la Iglesia y de la sociedad, nos muestran el camino. Un camino, en concreto, según ha subrayado Francisco, que encuentra en el itinerario sinodal sobre la familia y con la familia uno de sus primeros retos y desafíos.

San Juan XXIII y San Juan Pablo II nos enseñan a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, ni de las llagas de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. A no avergonzarnos de ninguna miseria humana. Al contrario, nos llaman –con la fuerza y el ejemplo que tienen los santos, los únicos capaces de llevar adelante y de hacer crecer la Iglesia y la humanidad de bien– a tener siempre entrañas de misericordia y, al mirar las llagas de Jesús, tocar y sanar las llagas de los demás.

*Director del semanario «Ecclesia» y de «Ecclesia digital»