La sucesión de Benedicto XVI
Se cierra la puerta
Llega el cónclave. En los últimos días las aldabas de las iglesias han llamado a sus fieles con músicas distintas pero con la misma letra: recemos por los cardenales que se reúnen en cónclave, para que sean guiados por el Espíritu Santo.
Sabemos que, tras unos días en los que han estudiado las necesidades de la Iglesia en sus distintas congregaciones (en el Gobierno, lo equivalente a los ministerios), próximamente se cerrarán con llave –«con-clave»– y no volverán a abrir esa puerta hasta que hayan elegido a un nuevo Pontífice –«pontifex», puente entre Dios y los hombres–.
Se cierra la puerta para evitar cualquier interferencia del mundo en la elección, para evitar que nadie conozca el desarrollo de los hechos, para garantizarles mayor libertad. Que no tengan interferencias en el ejercicio de votar. Es una forma de dejar al mundo fuera, al margen de este proceso.
Sin embargo, estas medidas no parecen garantizar que la elección sea acertada. Me preguntaba ayer un amigo: si decís que el Espíritu Santo es quien dirige y guía la elección del Papa, y sale elegido quien él quiere, parece ser que durante algunos siglos el Espíritu no estuvo muy fino.
A mi amigo se le escapan algunos matices. Quienes eligen al Papa son los cardenales, no el Espíritu Santo. Y los cardenales son muy libres de hacer lo que ellos quieran. Es el Espíritu de Dios quien los ha querido libres, y no va a hacer de ellos marionetas en los momentos decisivos. Los cristianos entendemos bien que Dios juega fuerte, y que asume riesgos. Los cardenales elegirán a quien a ellos les dé la gana.
Cuando la Iglesia llama a los cristianos a rezar por el cónclave durante estos días, no pretende hacer un gesto «religioso». Lo que está lanzando a toda la familia cristiana es un grito: en la elección del Papa todos estamos implicados. Unos lo elegirán con una papeleta; los demás, pidiendo a Dios que esos hombres se abran a las inspiraciones de Dios.
¿Qué quiere decir esto? Es una categoría que pertenece a la fe. Creemos que el hombre puede dejarse conducir e influenciar por el Espíritu de Dios. Tampoco es tan raro: de la misma forma que nos dejamos influenciar por el consejo de cualquiera. Es más: surten efecto sobre mí muchas influencias de las que no soy consciente: publicidad, moda, recuerdos de mis mayores, intereses, miedos, resentimientos, envidias, simpatías, nacionalismos, intereses económicos... Todos somos víctimas de mil influencias. Los cristianos cerramos filas y lanzamos al cielo un insistente y afilado grito: Dios, escúchanos, y que estos hombres que ahora tienen que elegir al próximo Papa y se cierran al mundo en cónclave, que no se lleven el mundo dentro; que no se dejen influenciar por nada ajeno a tus deseos y al bien de la Iglesia. Que sean rectos, honrados, sobrenaturales, desinteresados, sensatos, buenos...
Y la última palabra la tienen esas ciento y pico personas vestidas de rojo. Qué pesará más en su decisión, no lo sabemos. Pero aunque triunfasen en la votación papeletas cargadas de necedad, sabemos que Dios sería capaz de gobernar la iglesia, y que volvería a escribir recto con los renglones torcidos impuestos por los hombres libres en los que puso su confianza.
Pedimos que sean rectos. Pero no da igual que pidamos o no. Pidamos... y confiemos.
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