Sociedad

España se enfrenta a los rebrotes con deficiencias en todos los frentes: ¿Qué está fallando?

Desde el inicio de la pandemia, el sistema español ha actuado con medidas insuficientes, tanto durante como después del confinamiento. A la baja efectividad de los test se suma la falta de rastreadores y la desigual implantación de mascarillas obligatorias

Los virus no mienten. Infectan, penetran en las células, secuestran su ADN, producen enfermedad, matan… pero no mienten. Si un virus te dice que necesita espacios cerrados, llenos de seres humanos sin mascarillas, juntándose a menos de un metro de distancia unos con otros para multiplicarse, es verdad. Más vale creerle. Que de 400 personas que acudieron a una discoteca en Córdoba, 70 se hayan infectado y hayan tenido contacto posterior con cerca de otras 1.000, puede ser una desgracia, un rebrote, un accidente, una imprudencia… Pero no una sorpresa. Sabemos cómo se comporta el virus, sabemos cómo se transmite, sabemos cómo podemos detener su multiplicación. No podemos decir que «esto no se lo esperaba nadie».

La ola de brotes que afecta a España se está convirtiendo ya en un asunto de preocupación internacional. Parece que, tras el alivio virtual producido por la fugaz desescalada, volvemos a empeñarnos en aparecer en los rankings de los países que peor gestionan una situación. Primero fueros los brotes (el peor país de la OCDE en gestionarlo según un estudio de Cambridge). Ahora son los rebrotes.

Los virus no mienten. Desde el mes de abril la OMS alertaba a todo el mundo de que esta pandemia podría haber venido para quedarse. Incluso aunque fuésemos capaces de detener su embestida primera, lo más probable es que surgieran segundas oleadas de carácter incierto. La ciencia no era entonces capaz (sigue sin serlo) de determinar la gravedad de las segundas o terceras crisis Covid. Pero sabía que ocurrirían.

El problema de los test

En su comparecencia ante la nación el 20 de junio (un día antes del levantamiento del estado de alarma) el presidente Pedro Sánchez parecía tenerlo claro: «El virus volverá y nos enfrentará a una segunda ola. Tenemos que evitarlo a toda costa». La OMS lo sabía, el presidente lo sabía, el virus no miente. ¿Por qué entonces un mes después parece que los rebrotes nos han vuelto a pillar desprevenidos?

El gráfico que acompaña este texto muestra la evolución de nuevos casos confirmados en España desde el 15 de abril. El pasado 18 de julio (casi un mes después de finalizado el estado de alarma) se acercaba a los registrados la primera semana de mayo. ¿Hemos vuelto dos meses atrás en la desescalada? ¿Hemos perdido 120 días de tiempo contra el virus?

Para poder responder a esta pregunta es necesario comparar bien los dos escenarios pre y post desconfinamiento. Parece universalmente aceptado que el mejor modo de enfrentarse a un brote inicial o a un rebrote es la puesta en marcha de una estrategia de medidas que incluye la realización de test suficientes, el rastreo y localización de los contactos con personas contagiadas y la toma de medidas de protección (mascarillas, distancia de seguridad, higiene… por toda la población). Veamos cada una de ellas.

Una de las principales fallas en el sistema español al comienzo de la pandemia fue la realización de test, sistemáticamente denostados por las autoridades. Fernando Simón dedicó semanas a añadir algún comentario de su propia cosecha para relativizar la importancia de las pruebas cada vez que se habla de ellas. Los test de Torrejón «no tienen sentido». Hacerse un test para visitar a un familar «no es buena idea». Los test generalizados a los futbolistas de La Liga, «no los recomendamos». Como resultado, España tuvo una de las peores ratios de efectividad en test del mundo durante las primeras fases de la pandemia. Hasta finales de abril se realizaban menos de 5 test por cada caso de Covid detectado según el CDC Europeo. Cuando un país presenta un número de test bajo por cada caso detectado significa que su red de detección es muy pobre. Cuanto mayor es el número de test por caso, mayor se supone que es el número de personas que han sido analizadas y han dado negativo. Es decir, la proporción de población rastreada es mayor. Para hacernos una idea, en Alemania, Finlandia y Noruega en abril se realizaban entre 10 y 30 test por caso detectado (el doble o séxtuple que en España) y en Corea del Sur cerca de 100.

Después del desconfinamiento, España ha multiplicado su ratio para situarlo entre 50 y 100 test por caso confirmado: buena noticia. Pero seguimos estando muy por debajo de los países con los que deberíamos compararnos. Alemania, Holanda, Reino Unido, Italia, Francia, Corea del Sur, Australia, Taiwán… nos superan y en algunos casos multiplican por 10 nuestra ratio. Nuestra deuda con la realización de test fiables, arrastrada desde el comienzo de la crisis, sigue siendo un obstáculo para una respuesta adecuada a los nuevos brotes.

En busca del rastreador

Un segundo parámetro para comprender nuestra limitada capacidad de respuesta a las segunda olas es la capacidad del sistema de rastreo de contactos. Es realmente sorprendente que nuestro país aún no cuente con una red de rastreos suficientemente tupida. Los recursos humanos destinados a esta tarea parecen claramente insuficientes y la alternativa tecnológica (el uso de apps que sirvan de monitorización y alerta de nuevos contactos) está en fase preliminar a pesar de haber sido anunciada hace semanas. Para un país como España los expertos recomiendan contar con un rastreador de contactos por cada 5.000 habitantes. Según datos de las comunidades autónomas, ahora mismo no llegamos ni a la mitad (tenemos cerca de un rastreador por cada 12.000 habitantes). Alemania ya tiene garantizados un rastreador por cada 4.000 habitantes. Escocia ha contratado un rastreador por cada 2.700 habitantes. El problema no es que España esté a años luz de esta cifra, es que no parece haber intención de mejorarla. En el plan de actuación ante una segunda oleada que presentó el Ministerio la semana pasada ni siquiera se especifica un número mínimo de rastreadores necesarios. Fernando Simón, fiel a su estilo, ha declarado recientemente que «no es útil marcar una cifra mínima de rastreadores». Lo que aplicó a las mascarillas («dan falsa sensación de seguridad») y a los tests («no son recomendables masivamente») lo aplica ahora a los rastreadores («hay mucha variabilidad de casos entre las comunidades»). Una vez más nos diferenciamos de los países de nuestro entorno.

Nuestro país parece decidido a apostar por el factor humano (rastreadores profesionales de la salud) antes que por el tecnológico (apps de rastreo). El resultado de la aplicación de tecnologías en China y Corea parece demostrar que las máquinas funcionan mejor que los humanos en estos casos. Una sociedad como la nuestra, con una implantación del teléfono móvil que nos sitúa a la cabeza del mundo, debería aprovechar la red de telefonía para combatir el virus. Se ha optado por utilizar las redes de atención primaria con personal humano pero, a todas luces, este es insuficiente. En algunos países, el sistema se ha reforzado con la ayuda de la ciudadanía que pone su tiempo y sus recursos tecnológicos a disposición de la búsqueda de casos. Aquí no se contempla tampoco esa solución

La responsabilidad individual

El tercer factor de preocupación es la relajación de los usos y costumbres sanitarios. La implantación de las mascarillas está siendo muy desigual por territorios. Comunidades como Madrid están a la cabeza de su uso, pero en otras muchas las autoridades han tenido que imponer medidas de obligatoriedad más drásticas para evitar los descuidos. Algunos analistas aprecian dos circunstancias que obstaculizan la implantación de la mascarilla al 100 por 100. La primera es la dificultad de transmitir instrucciones únicas para toda la población si no media una situación de estado de alarma. Cada Comunidad Autónoma tiene ahora potestad para tomar sus decisiones y la estrategia de contención única hace aguas. La segunda es la precipitación con la que se ha producido la desescalada. Presionados por la situación económica y la necesidad imperiosa de activar el turismo (si quiera interior) se ha transmitido (ahora sí) una falsa sensación de que lo peor había pasado y de que las medidas personales podrían relajarse. Las llamadas constantes a la responsabilidad individual carecen de sentido si no existe un respaldo coherente legislativo y ejemplar por parte de las autoridades, si ni siquiera nuestros máximos líderes se ponen la mascarilla cuando hay que ponérsela.

Los virus no mienten. El SARS-Cov-2 está agazapado esperando nuestros errores. Los cometidos en el pasado han dejado su factura en forma de una de las mayores mortalidades por millón de habitante del planeta. Ante los nuevos brotes, no parece que andemos mejor preparados.