Pandemia
Cuando el riesgo es no vacunarse
La mayoría de inmunodeprimidos llevan autoconfinados desde hace más de un año. Ahora, con la primera dosis administrada, confiesan su alivio
Al filo de las seis de la tarde, Montserrat llega al Hospital de Día del Gregorio Marañón. Se sienta en uno de los sillones azules y se descubre el brazo derecho. Está tranquila e ilusionada.
La enfermera coge el botecito de la vacuna de Moderna y le avisa de que quizá el pinchazo le moleste ligeramente: «No te preocupes, estoy acostumbrada», le dice con una sonrisa. Esta mujer de 52 años suma dos trasplantes de riñón. El último, en octubre: «Dicen que 2020 ha sido un año terrible, y es cierto, pero para mí ha sido positivo porque no pensaba que en medio de la pandemia me llamaran para trasplantarme», explica.
La operación fue en octubre y, ahora, siete meses después, nos relata su experiencia y lo que supone para ella, que forma parte de la población de mayor riesgo, recibir la primera dosis de la vacuna. «Tras la operación, estuve 10 días en el hospital totalmente aislada, sin ver a mi familia. Y antes de que me llamaran tenía muchísimo cuidado porque los inmunosupresores que tomo matan a todos los anticuerpos que tienes y estás totalmente expuesta».
En casa, también tenían un ritual o protocolo de seguridad. Su marido y sus dos hijos no la veían hasta que se habían duchado y cambiado de ropa, «además, durante los meses previos al trasplante tenía que ir cada tres días al hospital a hacerme la diálisis y acudía muy protegida con dos mascarillas, guantes... Aquello era como una burbuja», dice.
Montserrat confiesa que nunca ha tenido miedo en su vida «porque lo que tenga que venir, vendrá», pero sí ha tenido «mucho respeto» al coronavirus. Por eso ahora, con la primera dosis administrada, afirma que siente «alivio» al tiempo que recuerda que «tampoco hay que confiarse demasiado.
Debemos seguir teniendo mucha precaución. Yo tengo claro que la mascarilla no me la quitaré, me ha costado mucho mi riñón». Hoy, lo que más desea es poder irse unos días a la playa con la familia «sin tener que pensar que debo volver el martes a la diálisis. Llevo cuatro años sin salir de Madrid».
Un rayo de luz
Como ella, los pacientes inmunodeprimidos a causa de diferentes patologías han visto cómo el preciado antídoto supone vivir su día a día de otra manera. Pese al respeto y cierto miedo que sigue sintiendo alguno de ellos, esto es un aliciente para recuperar, al menos, parte de su vida prepandémica. «Hemos comenzado a vacunar a los pacientes del grupo 7, es decir, a los que tienen condiciones de alto riesgo para sufrir complicaciones por coronavirus, el 14 de abril y ya llevamos unos 1.500 de los 4.000 estimados», puntualiza Nieves López, jefa de servicio de Medicina Preventiva y Gestión de Calidad del Marañón.
Entre las personas que ya han vacunado se encuentran personas que padecen o han padecido cáncer de órganos sólidos, los que están en quimioterapia, con metástasis, al igual que, por ejemplo, aquellos que han sido trasplantados de médula ósea en los últimos dos años o las personas con VIH: «La edad mínima son 16 años y el paciente más mayor que hemos atendido creo que roza los 90», añade López.
«La verdad es que vienen encantados, muy felices. Hemos detectado muy poco absentismo. La mayoría dicen que les ha tocado la lotería al poder vacunarse. Se muestran muy agradecidos», confiesa Ana Isabel García, supervisora de enfermería. De hecho, el trabajo que también ha realizado la Organización Nacional de Trasplantes para que estos pacientes fueran incluidos en este grupo de riesgo ha sido fundamental.
En cuanto a la elección de la vacuna Moderna, la médica aclara que ha sido decisión de la Dirección General de Salud Pública «con la finalidad de garantizar la segunda dosis, ya que cuando comenzamos había un posible desabastecimiento de las otras. Lo que sí sabemos es que la efectividad de la vacuna en pacientes inmunodeprimidos es un poco inferior al 95% que supone en la población general. Aun así, es muy necesario que se vacunen».
Gonzalo es uno de ellos y no dudó ni un momento en acudir a la llamada del hospital. Él tenía 27 años cuando le detectaron un linfoma que más tarde se convirtió en leucemia. Ahora, con 31 y dos trasplantes de médula, asegura que nunca perdió su espíritu positivo, pese a que desde que le fue diagnosticada la enfermedad tuvo que abandonar dos de sus grandes pasiones: el skate y el esquí.
«La vacuna ha sido un rayo de luz en toda esta situación en la que estamos. Al ser pacientes que estamos inmunocomprometidos, nos vemos más expuestos. Lo que sí es cierto es que en mi caso he tratado de hacer la vida lo más normal posible. Al principio de la pandemia sí que tenía más miedo, pero luego pensé que no podía dejar mi vida aparcada. Eso sí, ahora con la primera dosis puesta esto es la bomba», detalla. Es más, para él, llevar mascarilla no ha sido nada excepcional, ya que tuvo que llevarla durante un tiempo tras sus trasplantes.
Los que más han estado encima de él este año han sido sus amigos y su familia que le decían que tuviera siempre cuidado: «Así que lo primero que he hecho cuando me pusieron la dosis fue ponerlo en los grupos de Whatsapp que tengo con ellos: ’'Ya estoy inmunizado’', les escribí. Ahora están un poco más tranquilos».
Ante las posibles reacciones que puedan tener los pacientes de riesgo como él ante la vacuna (hasta el momento no se ha detectado ninguna), Gonzalo explica que él nunca ha sido de preguntar mucho en este sentido ni de buscar en Google: «Cuando estaba en el tratamiento contra la leucemia me detallaban cuáles podrían ser los efectos secundarios y yo les pedía que no me lo dijeran, prefiero pensar que no voy a sufrir ninguno y así estoy más fuerte porque si no, estás todo el rato pensando en lo que te puede pasar. Y al final me fue bien para las bombas de quimioterapia que me pusieron. No tuve ni náuseas».
Sentimiento de culpabilidad
Su optimismo es contagioso, igual que el de Enrique, que nada más comenzar la entrevista nos habla de los tatuajes que lleva en el brazo izquierdo donde lleva grabado a fuego su calvario, el cual empezó en 2012 cuando le detectaron 19 linfomas óseos. Las secuelas que le ha dejado su enfermedad a este madrileño de 51 años son numerosas: neuropatías en las manos, falta de sensibilidad... En este momento está pendiente de que analicen unos bultos que le han salido en el cuello. Aun así habla de ello con una fortaleza asombrosa.
Su vida cambió de manera radical desde entonces. Era un afanado informático que tuvo que apartarse de su profesión para luchar por su vida. Ahora, prejubilado, se dedica a hacer trabajos de voluntariado y, por supuesto, a ayudar a grupos de rock, otras de sus pasiones.
«Nunca he tenido miedo, o no más que el resto de la población, y si te soy sincero, el que me hayan puesto la vacuna a mí antes que a otros me genera cierto sentimiento de culpabilidad. Me pregunto por qué yo he tenido esta suerte si habrá otra gente que quizá lo necesite antes. Me preocupa más que mi madre esté bien, que lleva luchando también años contra el cáncer», relata mientras nos muestra el Ave Fénix que lleva tatuado. «Es el modo de recordar por lo que he pasado y seguir adelante. Aun así me da más miedo el cáncer que coger la Covid», sentencia.
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