Coronavirus
Sara luce una larga cicatriz en la pierna. Le recuerda aquel accidente que tuvo bajando las escaleras de la Facultad de Filosofía. Para tapar una parte, se tatuó tres mariposas. Se las hizo, junto a sus amigas, en Lanzarote en un arrebato de libertad. Sonríe fuertemente cuando rememora la singular reacción de su marido nada más regresar. Para que no le diese más importancia, le prometió una cena, un viaje, un paseo. Todo lo que recargaba las pilas de esta mujer de 45 años estaba de puertas para fuera. El mundo le hacía feliz, le llenaba. Sus marcas en la piel lo corroboran con gracia. Sin embargo, contra todo pronóstico, el confinamiento provocado por el coronavirus no ha acrecentado su ansias por recuperar su vida de antes. Ya casi no sale a comprar. No pasea. Y, lo que es aún peor, ni se le pasa por la cabeza tomar una caña a corto plazo en una terraza.
«Tengo miedo a contagiarme. Durante las pocas veces que he ido al supermercado, en lo único en lo que pensaba era en volver a casa. No quiero salir. Sólo aquí me siento segura», subraya Sara, en un momento en que los negocios levantan, a cuenta gotas, sus persianas. La población está empezando a despertar del letargo de la cuarentena y ya puede ocupar, aunque por franjas horarias, la vía pública. Caminar, disfrutar del aire libre, del sol. Después de tantas semanas de pésimas noticias y de hospitales saturados, España comienza a ver la luz. «Aún así, no me siento con fuerzas. Pienso que en cualquier momento puedo contraer la enfermedad y, en el peor de los casos, transmitírsela a mi familia. No me quiero arriesgar», añade, a pesar de los constante ecos favorables de Fernando Simón.
Pero, ¿qué pasa con esas personas que no quieren recuperar la tan ansiada normalidad? Victoria es otra de ellas. «Me genera ansiedad pensar que, en breve, volveré a mi rutina anterior, al ritmo frenético de la ciudad, al estrés, a no tener tiempo para mí. En estas ocho semanas de cuarentena me he dado cuenta de que no quiero que esto se acabe», reconoce esta joven de 32 años. Teletrabaja como consultora en una empresa de la capital y forma parte del grupo de privilegiados que han mantenido intacto su puesto. Dio con él hace tres años y, por aquel entonces, creía que era lo mejor que le había pasado en la vida. «Con este parón obligatorio, me encuentro mejor, estoy más tranquila y duermo bien. Claro que necesito tomarme una cerveza con los amigos y ver a mis familiares, pero me da pavor el momento en el que se active de nuevo la máquina y vuelva a convertirme en un robot que únicamente trabaja para pagar el alquiler, llega a casa y se acuesta sin haber disfrutado de sus hobbies».
El «status quo»
Tanto Sara como Victoria sufren el conocido como «Síndrome de la cabaña», un comportamiento que encuentra su respuesta en la teoría del «status quo». Jacobo Blanco, decano del Colegio de Sociólogos de Oviedo lo explica así: «Ahora, nos sentimos a gusto en casa, protegidos. El hogar se ha convertido en el último refugio, algo inviolable». Lo que ha provocado que, ante una situación como ésta, actúe como «una mampara que te protege del estrés y de todos los problemas anteriores». De tal modo que, cuando parece que por fin llega de nuevo la normalidad, «no se quiere regresar a la angustiosa y trepidante vida anterior». Pero la actual resulta de todo menos normal: «Ahora no hay horarios y los pagos se aplazan». Y eso reconforta demasiado. Que estas dos mujeres no quieran volver a pisar la calle no es nada raro. Más bien, todo lo contrario. Para el psicólogo clínico Manuel Oliva, «esta situación ha llevado a muchas personas a cuestionar todos los aspectos de su vida y eso, en el fondo, es positivo». Algo que es totalmente normal en casos en los que se produce un acontecimiento que nos agita con fuerza: «Este mismo efecto aparece, por ejemplo, cuando a alguien le deja su pareja o se le muere un familiar». A través de su servicio de teleasistencia, Oliva atiende pacientes que «se están replanteando cosas esenciales. En definitiva, gente que nota que ésta es la primera vez que conoce de verdad a sus hijos o que está perdiendo sus años en llegar a fin de mes».
Este autoexamen personal que muchos han ido practicando durante estos meses es una consecuencia directa de la cantidad de fallecidos que ha provocado el Covid-19. «De repente, hemos entendido que podemos vivir como si fuésemos a hacerlo eternamente», añade Oliva. Algo que también comparte Lucía Caracena, especialista en estrés postraumático. «Tenemos miedo a la incertidumbre y eso es lo más normal del mundo. A nadie le gusta sentirse débil y mostrar que, a veces, le tiemblan las piernas», asegura al mismo tiempo que considera que este síndrome es un conjunto de patologías ya conocidas. «Algunos desarrollan alteraciones del sueño, otros presentan cuadros de hipocondría… pero en cualquier caso hay que ayudarles a modificar esa percepción del riesgo que tanto les asusta». De ahí que ambos profesionales hablan de un «renacimiento» que muchas personas experimentarán, tal y como ya ocurrió en Europa tras el paso de la peste negra.
Un nuevo «Renacimiento»
«Con tanto espanto había entrado esta tribulación en el pecho de los hombres y de las mujeres, que un hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana al hermano, y muchas veces la mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casi increíble, los padres y las madres evitaban visitar y atender a los hijos como si no fuesen suyos», describe Boccaccio en el «Decamerón», que, con una espantosa fidelidad, nos hace revivir los peores momentos de esta crisis. La primera consecuencia de la peste negra fue la demográfica: nada menos que 48 millones de personas murieron directa o indirectamente a causa de ella. Y la segunda, el cambio de percepción sobre la manera de vivir y morir que transformaría radicalmente al hombre medieval. Casi sin querer, aparece una dimensión individual de la existencia a través de la muerte en la que el sujeto comienza a amar su vida y a tomar conciencia de su brevedad.
¿Y si el este coronavirus trajera un nuevo Renacimiento? Borja Vilaseca, escritor, coach y fundador de Kuestiona, considera que estamos «en un momento de metamorfosis». «No vamos a volver a lo de antes, estamos ante un cambio de era». Vilaseca cree que el Estado del Bienestar, tal y como lo conocemos hasta ahora, va a desaparecer, lo que va a obligar a la ciudadanía a reciclarse. «Para la mayoría, su nueva realidad se llamará renta básica; para los que dejen de lado el discurso victimista y tengan la capacidad de reinventarse y empoderarse van a tener la oportunidad de prosperar porque las oportunidades son infinitas». El problema es que “la mayor parte de nosotros está dormida y tiene la sensación de que no es el director general de su vida, sino que está a merced de los bancos y de los políticos», concluye. «Menos Netflix y más adquisición de conocimientos para que puedan tomar de nuevo las riendas de sus vidas para hacer con ella lo que realmente quieran».