Testigo
Con apenas diez años, María Nieves Toledo Simón (Sisa)aprendió lo que era un volcán. Corría el año 1949, su tío la llevaba encima de los hombros –”a las caballotas”– y recuerda ver a un hombre subido a un almendrero: “El pobre no quería abandonar su casa, decía que si se quedaba sin hogar ya no tenía sentido seguir viviendo. No se me olvidará nunca, aquella imagen se me quedó grabada”. Entre dos agentes de la Guardia Civil lograron bajarlo a la fuerza y lo sacaron de allí. La lava devoró su casa.
Sisa hace memoria de los estragos del San Juan, el primer volcán de su vida, que causó un muerto. Nacida en 1939, en 82 años aún le ha dado tiempo a ser testigo de otras dos erupciones: la de Teneguía, en 1971, y la recientísima de Cumbre Vieja. “Aún quedamos algunos que los vimos todos, pero somos solo un puñado, algunos tienen cabecita y otros ya no. Yo para nadita habría querido ser testigo del último”.
La emoción que más recuerda es el miedo que pasaban cuando temblaba la tierra y su madre “amarraba una sabanita al cabecero y otra a los pies de la cama de hierro y nos metía a los niños debajo. Llovían ceniza y azufre”. La familia Toledo siempre vivió cerca del peligro, aunque tuvieron suerte porque “nunca se nos llevó la casa ni el cultivo”.
Ahora solo siente pena, no temor, por los que han perdido sus viviendas: “Han quedado en un mundo en penumbra, dios mío. Cómo estarán esos corazones”. A tres de ellos, evacuados del pueblo de Tacande, los han acogido en un apartamento cercano propiedad del nieto “el tiempo que les haga falta”. Su hija Ana les lleva comida decente y unas “agüitas” porque “llevan tres días comiendo de bocadillo. Eso no puede ser”.
Sisa se emociona a través del teléfono. Desde su casa en el barrio de Fátima, a apenas tres kilómetros de las bocas de magma, esta palmera reconoce que el último capítulo no lo vio venir. Que es verdad que hace días sentían que la tierra temblaba, pero que nunca pensó que volvería a ver los ríos de lava cercando El Paso, su localidad de nacimiento. De los tres volcanes de su vida, Sisa cree que Cumbre Vieja ha sido el más “imponente”.
En el momento del estallido el pasado domingo, ella se encontraba subiendo la escalera hacia la última planta para doblar la ropa planchada cuando sintió “un taponazo tremendo, parecía como si estuviera hueco”. “Miré por la ventana y lo vi. Le dije a mi hija: ¡Ay, que ya reventó! En mi vida, que poca me queda ya, nunca se me olvidará la explosión”. El rugido tampoco le deja dormir. “Esos ronquidos que pega no acaban nunca, parecen barrenos en la puerta de la casa. Es imposible conciliar el sueño”.
“Todos los volcanes duraron varios días, pero creo que este será el más largo”, dice antes de contar que nunca llegó a ver cómo la lava desembocaba en el mar y que, esta vez, tampoco tiene intención de hacerlo porque la tristeza es demasiada. La casa que le costó toda una vida levantar aún corre peligro. Concretamente hicieron falta “43 años, 9 meses y 22 días” de duro trabajo en varias fábricas de tabaco y cigarros puros del dueño del antiguo Winston para comprarla. “Estábamos a la sombra, eso sí, al menos teníamos un techo. Fueron catorce años y medio en el turno de noche. La última fábrica en la que trabajé estaba aquí por debajito, al lado de mi casa”.
La de esta canaria ha sido una vida de trabajo y carencias. Cuando era muy pequeña su padre se fue a Venezuela en busca de fortuna y allí encontró la muerte. “Dos meses y medio en una barca sin salir y luego lo mató un tractor cuando estaba arando. Se le cayó encima. Él quería llevarnos allí. Mamá trató de sacarnos adelante con el tiempo de las almendras, segando grano, cebada y trigo, y recogiendo hierbas. Viviendo como pobres que éramos”.
Ella y su hija Ana, la mayor de las dos que tiene, no pierden de vista la televisión y los comunicados oficiales por si tuvieran que desalojar. “Tenemos preparados los bolsitos, por si acaso. Con una muda más la que llevemos encima”. Por ahora no quieren ni pensarlo. Sisa tiene claro que “como mi Palma, no hay nada, y eso que me he recorrido las siete islas canarias”.
Desde aquel día en que vio al hombre encaramado al árbol han pasado 72 años. La vida no es lo que era, pero la naturaleza nos sigue pudiendo. “Parece que no razonamos, ni aprendemos. Es la vida, ``mija´´, la única diferencia es que nosotros éramos más resignados, no podíamos hacer nada y lo aceptábamos. Simplemente. Solo podíamos esperar y ver, esperar y ver. Ahora, al menos, los guardias civiles tratan de que la gente no vaya al lado a hacerse fotos porque inhalar ese humo es muy malo”. Las dos víctimas del Teneguía fallecieron “por los gases”, rememora Sisa. A ella le pareció que aquel de 1971 “iba despacito”. “Este es mucho peor, no tiene punto de comparación, el humo llega a la mitad del cielo. Ahora mismo desde mi ventana lo veo todito, aquí delante. Las llamas rojas que se ven imponen, te digo”.