Caso Marta del Castillo
Antonio del Castillo: "A las 17:30 de cada 24 de enero me siento morir"
La muerte de Marta del Castillo en Sevilla sigue muy presente una década después. LA RAZÓN se reúne con su padre, quien tiene su propia versión de lo que ocurrió aquel 24 de enero de 2009.
La muerte de Marta del Castillo en Sevilla sigue muy presente una década después. La Razón se reúne con su padre, quien tiene su propia versión de lo que ocurrió aquel 24 de enero de 2009.
La cita con Antonio se produce en una cafetería de Toledo a una hora a la que el frío y las sombras se alían para conquistar las calles. Lo encuentro sentado en una esquina, con la cabeza gacha, evitando ser el centro de atención, jugando entre los dedos con un cigarrillo sin encender. Sin embargo, no puede evitar que un paisano se le acerque y le transmita todo su cariño: «Ánimo, mucho ánimo», repite. «Seguro que encontrarás a tu hija». Antonio responde con agradecimiento. Siempre lo hace. La conversación parece acabada, pero el hombre duda. No quiere irse sin decir algo más. «Escucha lo que te digo, estos niñatos se pudrirán en el infierno. Yo los maldigo», anuncia a modo de consuelo antes de despedirse. Las dos frases representan lo que mayoritariamente lleva pensado España durante los últimos diez años en el caso de Marta del Castillo. Solidaridad y cariño para unos padres a los que les rajaron la vida y de cuya herida no acaba de manar dolor. Y también absoluto desprecio para los que asesinaron a su hija y se niegan a revelar dónde han ocultado su cuerpo.
Antonio explica que está en Toledo porque le ha desplazado su empresa desde Sevilla por necesidades laborales y que si concede esta entrevista es porque es diciembre de 2018 y queda más de un mes para que se cumpla una década del asesinato de su hija. «Me levanto cada 24 de enero tratando de no pensar en nada, como si fuera un día más, porque si no me rompo. En los primeros años en mi empresa, hacían una parada de cinco minutos toda la fábrica. Salíamos los trabajadores fuera de la nave y estábamos en silencio. Yo lo agradecía mucho, pero me sentía fatal. Hablé con el director y le pedí por favor que lo quitarán. Luego empecé a pedirme el día libre, pero dejé de hacerlo porque no tengo nada que celebrar. Es un día muy doloroso. Me gustaría que el 24 de enero fuese un día normal. Un día en el que no me hunda en la miseria. Evito mirar el reloj, pero a las 17.30 me siento morir. Esa es la hora a la que la vi por última vez». Noto que los ojos de Antonio se vuelven cada vez más acuosos. Hace años no hubiese podido evitar que las lágrimas evidenciasen su dolor, pero tras diez años parece que ha logrado amaestrarlas. Aún así, salgo del plano sentimental para preguntarle por los hechos: «Yo creo la última declaración de Miguel Carcaño en la que dice que hay una pelea en el salón de la casa con su hermano Francisco Javier. Mi hija interviene para defender a Miguel. Se tira a por el hermano por detrás. Le coge del cuello. Y éste, al verse cogido por el cuello, saca el revólver por el cinto y la golpea varias veces. Miguel también dice que se lía a golpes con ella. Me creo que la mataron entre los dos». Me surge la duda de por qué Francisco Javier llevaría metida la pistola en el cinto. «Iba a trabajar», aclara Antonio, «pero no como guardia de seguridad, si no en su bar y llevaba el arma –según dijo Miguel a la policía– porque le habían robado en el bar un tiempo antes. Además, el Cuco en su declaración a la policía afirmó que sabía que el hermano de Miguel tenía una pistola porque él la había visto». La secuencia de la muerte de Marta en la que cree Antonio continúa así: «Luego llega el Cuco y se la encuentra muerta en el salón. Francisco Javier lo amenaza. Ya no sé si el menor salió corriendo o se pudo ir, pero acudió a la cabina y llamó a Samuel a contarle la película. Mientras Francisco Javier acude a casa de su ex mujer Rosa y le pide el coche para deshacerse del cadáver. Esa señora, en mi opinión, le da coartada porque, aunque él la había abandonado, Rosa estaba profundamente enamorada de él. También porque tienen una hija juntos y porque la casa les pertenecía en ese momento a ambos y si se hubiese demostrado la culpabilidad del hermano de Miguel la habrían perdido para pagar la responsabilidad civil. Lo que no tengo ni idea es dónde esta Marta. Hubo un tiempo en que creí que en la Majaloba, pero ya no sé qué pensar. Muy lejos no puede estar porque no tuvieron tiempo».
Diez años después muchas incógnitas siguen sin despejarse y muchos comportamientos sin entenderse: «En mi opinión, el papel de María García Mendaro es fundamental. Estoy en el convencimiento de que ella sabe mucho más de lo que dice. Yo llego a la casa de Miguel sobre las 00:45, lo sé porque llamé desde allí a mi mujer y quedó la hora reflejada en la factura. La casa está toda a oscuras y las persianas bajadas. En teoría, según dijo, ella estaba dentro estudiando, pero yo aporreo la persiana y nadie responde. Asegura que no escuchó nada. Pero es que además un vecino vio después de la una y media de madrugada a Miguel con una silla de ruedas en el portal. La silla la había sacado de la casa y a él tampoco le vio ni le oyó. A mí no me parece una versión creíble», afirma. Me fijo en sus ojos y parecen un desierto, secos y ardientes. «Aquella madrugada Susana, la madre de Alejandra, llama a la puerta de Miguel Carcaño y allí está Francisco Javier. La casa apesta a lejía, de haber limpiado a conciencia. María olió aquello como el resto, pero nada que comentar. Ya no sé si todos se callan por el miedo que les da Francisco Javier, o en el caso de María porque estaba enamorada hasta la médula o yo qué sé, pero de lo que estoy seguro es de que aquella noche se juntaron un grupo de personas cobardes, deshonestas y sin empatía. Ninguno ha tenido el valor de enfrentarse a su responsabilidad».
En la mochila de dolor que dobla la espalda de Antonio, y que parece que solo alivian los cigarrillos que se cuelga de los labios con demasiada frecuencia, también hay críticas para la Policía y la Justicia: «Dicen que siguen investigando, pero para mí creerles es un acto de fe porque no me cuentan nada. Además, fíjate por ejemplo en el caso de Diana Quer: la instrucción ha durado más de un año. La Guardia Civil hizo un trabajo fino, meticuloso. En mi caso, en solo tres meses se acabó todo. No había cadáver ni nada, pero parecía que tenían prisa por cerrarlo. Mi abogado se creyó la versión de la violación cuando se ve en los vídeos que no hay por donde cogerla», se queja amargamente Antonio. «Así evitaron ser juzgados por un jurado popular. Pero es que lo de los jueces también es de traca. Tenemos dos sentencias. Una del juicio del Cuco por ser menor y otra del resto que eran mayores de edad. Y, si lees los hechos probados de una sentencia y de la otra, mi hija murió en unas circunstancias en una sentencia y en la segunda de otras. Por no ponerse de acuerdo ni siquiera son capaces de coincidir en la hora en que sacaron el cadáver de mi hija de la casa de León XIII».
Antonio se queda en silencio. Del tiempo que le conozco sé que hay veces que hay que dejarle respirar con sus pensamientos. Al cabo de unos segundos, me mira a los ojos: «Ya me da lo mismo. Hubo un tiempo que me cegó la ira. Solo quería condenas. Las más grandes. Ahora solo quiero tener un poco de paz para mi familia y para mí. Por favor, suplico que me dejen tener los huesos de mi hija. Nada más».
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