
Investigación
Comer poco o medicarse, ¿qué es más útil para vivir más?
Sentir hambre (y no dejar de comer) sería, según los expertos, suficiente para un mejor envejecimiento

¿Podemos hacer algo para envejecer más despacio? O, quizás sea más apropiado: ¿podemos hacer algo para envejecer mejor? La pretensión de vivir más años y con mejor calidad de vida acompaña al ser humano desde hace siglos. Pero solo en las últimas décadas, la ciencia ha logrado ofrecer un camino realista y contrastable para extender la longevidad humana. De todas las propuestas avanzadas en la llamada «ciencia antiaging», dos estrategias han recibido especial atención recientemente. Una de ellas consiste en el uso de una molécula de laboratorio que alarga la vida, al menos, en ratones: la rapamicina.
La otra es la restricción calórica, comer menos para vivir más. En múltiples estudios de laboratorio se ha demostrado que la reducción en la ingesta de calorías es eficaz para extender la vida. Al menos en roedores, la dieta hipocalórica puede retrasar su mortalidad esperada en seis meses, que equivaldrían a 20 años en una vida humana. Pero estas alternativas son difícilmente aplicables a los seres humanos, requieren un esfuerzo supremo y pueden tener efectos no deseados en muchos pacientes. De ahí que la ciencia ande buscando moléculas farmacológicas que puedan imitar los efectos de la dieta sobre la edad. Dos de las más estudiadas son la rapamicina y la metformina.
Por primera vez, un estudio publicado en la revista «Aging Cell» ha comparado la eficacia de las dos técnicas (dieta y fármacos) a través de la revisión de 167 ensayos con animales realizados en todo el mundo. Los resultados de este análisis permiten a sus autores (investigadores de la Universidad de East Anglia) afirmar que la restricción dietética, mediante ayuno intermitente o reducción de calorías, extiende la esperanza de vida en todas las especies de vertebrados estudiadas. Además, el uso de rapamicina tiene el mismo resultado. Por su parte, la metformina parece no ser tan eficaz para mejorar la longevidad, aunque tiene efectos metabólicos beneficiosos. En el caso de la restricción calórica se apreciaron resultados ligeramente superiores y fueron igual de efectivos en animales de ambos sexos sin importar la edad y el tipo de dieta que se aplicó.
Desde hace algunos años los intentos por lograr un envejecimiento más saludable se centran en un puñado de objetivos metabólicos. La rapamicina parece haber dado en la diana de varios de ellos. Esta molécula se descubrió en la chilena Isla de Pascua (Rapa Nui en idioma nativo) mientras se estudiaban colonias de hongos en los suelos volcánicos. Pronto se hallaron propiedades inmunosupresoras en la sustancia que, en principio, se consideró una simple bacteria inhibidora de la proliferación de hongos. Las primeras aplicaciones de un fármaco derivado de ella surgieron a finales de los años 90 y se utilizaban para reducir el riesgo de rechazo en personas trasplantadas.
Pero en 2009 la revista «Nature» se hizo eco de la primera evidencia sólida de que, aplicada en ratones, la rapamicina conseguía extensiones de hasta el 14% de la esperanza de vida. Su acción inhibe la producción de una proteína llamada mTOR que regula la proliferación celular. De algún modo, la rapamicina es un freno a la capacidad de las células de dividirse y, por lo tanto, envejecer. Se sabe que uno de los factores clave del envejecimiento es la proliferación descontrolada de células, la acumulación de células envejecidas que el cuerpo no puede eliminar y la pérdida de función de estas células replicadas una y otra vez a lo largo de la vida.
Lo cierto es que más allá de los resultados prometedores con ratones no se ha podido establecer una conexión cierta entre la rapamicina y el envejecimiento humano (ratones y humanos compartimos muchos genes pero no todos). Y, como medicamento inmunosupresor, el fármaco estaría sujeto a múltiples riesgos y efectos secundarios.
Por eso, la ciencia se ha preguntado si el mismo efecto inhibidor de la senescencia celular se puede conseguir mediante métodos no farmacológicos, como las dietas. Durante algunos años han proliferado las propuestas de ayuno para vivir más. La mayoría no cuentan con aval científico, pero se basan en la idea cierta de que la restricción calórica funciona para prevenir los efectos del envejecimiento en animales de laboratorio. Algunos trabajos con moscas de la especie Droshopila han comprobado que cuando se modifican los canales neuronales que generan el efecto de saciedad y el animal siente hambre a menudo, se ven afectadas también las proteínas que desencadenan la senescencia.
En este sentido, «sentir hambre» (y no dejar de comer) sería suficiente para un mejor envejecimiento. Son muchos los ensayos que han buscado las razones detrás de este fenómeno.
Al parecer, la dieta baja en calorías tiene efectos directos en proteínas como la citada mTOR y en sustancias propias de la función metabólica como los aminoácidos de cadena ramificada BCAA. Estos aminoácidos son esenciales para la síntesis de los alimentos y para la recuperación celular, pero también intervienen en los procesos de envejecimiento. El cuerpo de los mamíferos es una máquina en equilibrio permanente. Crecer y alimentarse supone gastar energía, hacer proliferar células y recuperar tejidos. Pero en ese mismo proceso la maquinaria va envejeciendo, como un motor de un coche que cuanto más anda más cerca está de dejar de funcionar. La idea detrás de estas investigaciones es tratar de «frenar» ligeramente esa actividad (reducir las revoluciones del motor) para que el metabolismo dure más tiempo en condiciones sanas. Envejecer no es, en sí mismo, un mal. Pero el estrés propio del envejecimiento conduce a la enfermedad y a la muerte. De momento, la ciencia ha encontrado dos vías para tratar de reducir los riesgos de la primera y retrasar la inevitable llegada de la segunda.
*Jorge Alcalde es director de «Esquire»
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