
Opinión
«Hagan lío»: doce años caminando con los jóvenes junto al Papa
El trabajo pastoral con ellos debe ser alegre, valiente, que salga al encuentro, que escuche y acompañe, como en las Jornadas Mundiales

En julio de 2013, el Papa Francisco, apenas iniciado su pontificado, se dirigía a millones de jóvenes reunidos en Río de Janeiro con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud. Aquel momento marcó el inicio de un camino nuevo para la pastoral juvenil en la Iglesia. Con palabras sencillas, pero profundamente proféticas, el Papa lanzó dos llamadas que quedarían grabadas en el corazón de todos: «Hagan lío» y «La juventud es un ventanal por el que entra el futuro del mundo». No eran solo frases inspiradoras; eran una invitación a despertar, a no tener miedo, a transformar el mundo desde la fuerza del Evangelio.
Meses después, en noviembre de ese mismo año, Francisco presentaba «Evangelii gaudium», una exhortación apostólica que se convertiría en el marco de referencia para la evangelización en el mundo actual. Con un lenguaje cercano, directo y lleno de vida, el Papa nos recordaba que la alegría del Evangelio es para todos, que nadie debe quedar excluido de ese anuncio, y que la Iglesia ha de salir, en clave misionera, al encuentro de cada persona.
Fue en ese contexto vibrante y esperanzador que, a finales de junio de 2014, comencé mi tarea como director de la Subcomisión para la Juventud e Infancia de la Conferencia Episcopal Española. Desde el primer día, los mensajes del Papa Francisco en la JMJ de Río y en «Evangelii gaudium» marcaron claramente el horizonte desde el cual debía construirse el trabajo pastoral con los jóvenes: una pastoral misionera, alegre, valiente, que saliera al encuentro, que escuchara y acompañara.
Dos fueron las grandes columnas que guiaron nuestra propuesta en la Subcomisión: la comunión y la esperanza. Comunión con las delegaciones diocesanas, las congregaciones religiosas y los movimientos que trabajan, con tanto esfuerzo y creatividad, en la pastoral juvenil en nuestro país. Y esperanza, una esperanza anclada en la alegría del Evangelio, que es la que da sentido, dirección y luz al camino que ofrecemos a nuestros jóvenes.
Durante estos doce años, he sido testigo del amor constante del Papa Francisco hacia los jóvenes. Su cercanía, sus gestos, sus palabras y su confianza en ellos han sido un estímulo permanente. El Papa no solo hablaba de los jóvenes sino con los jóvenes. Y dio un paso sin precedentes al convocar un Sínodo dedicado exclusivamente a ellos, en el que no solo fueron protagonistas, sino verdaderos interlocutores.
Aquel Sínodo marcó un hito en la historia de la Iglesia y abrió caminos nuevos de sinodalidad, de escucha mutua, participación y renovación.
De ese proceso brotó un regalo inmenso: la exhortación apostólica «Christus vivit», que recoge el pulso, las inquietudes y los sueños de los jóvenes del mundo, iluminados por la fe. En ella, Francisco reafirma su confianza en los jóvenes como presente y no solo futuro de la Iglesia, y nos invita a caminar con ellos, a acompañarlos sin imponer, a ayudarles a descubrir su vocación y a vivir con alegría su fe sin dejar de soñar.
En España hemos procurado seguir fielmente las líneas marcadas por el Pontificado de Francisco. Hemos trabajado para acoger a todos, todos, todos, como él insiste. Hemos anunciado el kerigma con pasión, acompañando procesos vitales, escuchando con respeto y ayudando a nuestros jóvenes a afrontar los retos de la vida desde la fe, con esperanza, con alegría, con coraje.
Han sido muchos los momentos vividos en las distintas Jornadas Mundiales de la Juventud, en encuentros nacionales, diocesanos, internacionales. En cada uno de ellos, he sentido la cercanía del Papa, su palabra de aliento, su mirada de pastor, su corazón de padre. Recuerdo con emoción los saludos durante el Sínodo de los jóvenes y en otros encuentros donde, siempre que uno se acercaba a él, tenía un gesto, una palabra, un detalle.
Pero si hay un momento que guardo con especial ternura en el corazón fue aquel en que, al saludarle, le dije: «Santo Padre, si no le doy un recado que tengo para usted, no me dejan entrar a casa». Me miró sonriente y me animó: «Dime, dime…». Le conté que mi madre, de 86 años, rezaba por él todas las noches. Me indicó que tenía su misma edad y me preguntó su nombre y, al oír que se llamaba Memoria, se sorprendió y se conmovió. Detuvo la fila, llamó a su asistente y pidió algo especial: no la medalla conmemorativa que estaban entregando, sino «un rosario de los buenos», como dijo él. Me lo puso en las manos y me dijo: «Dile a tu madre que siga rezando por mí, que yo rezaré por ella cada día». Aquel gesto lo dijo todo. Esa humanidad, esa ternura, esa cercanía que definen su pontificado.
Doy gracias a Dios por el Papa Francisco. Por su amor incondicional a los jóvenes. Por su confianza en ellos y en nosotros, los que caminamos a su lado. Por su ejemplo, por su palabra, por su vida. Porque nos enseñó a «hacer lío», sí, pero un lío santo, un lío que transforma, que despierta, que construye. Que el aire fresco que entró en 2013 por aquel ventanal siga renovando la Iglesia y el mundo. Y que nosotros sigamos dejando que el Espíritu sople, con esperanza, con alegría, con fe.
*Raúl Tinajero es director de la Subcomisión para la Juventud e Infancia de la Conferencia Episcopal
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