Investigación Médica
La niña 3Q29
Lucía tiene seis años, pero hace sólo tres que empezó a andar. Es hipersensible y cualquier ruido le molesta
Los ojazos azules de Lucía se mueven sin parar. Arriba, abajo, vuelven arriba... Tiene seis años y su hipersensibilidad la mantiene alejada de la realidad. El leve parpadeo de un fluorescente al encenderse la mantiene alerta y es capaz de salir corriendo si un coche o una moto pasa cerca de ella, pero gracias a las terapias de estimulación ya es capaz de controlarse. «Ahora, poco antes de que yo oiga el ruido de la moto, ella me avisa: ‘‘¡Mamá, moto!’’», explica Elisa, la madre de la pequeña. Lucía es la única persona en España con una enfermedad que afecta al cromosoma 3q29. Sólo hay 50 casos documentados en todo el mundo y un folleto de 16 páginas que explica la enfermedad. «Mi hija es mutante, es todo lo que sé», afirma resignada.
El embarazo transcurrió con total normalidad. «En el quinto mes detectaron que tenía los pies zambos, pero como se podía tratar al nacer no le dimos mayor importancia». Más tarde descubrirían que este «contratiempo» tenía relación con el síndrome que padece. Todas las malformaciones congénitas que padece se desarrollaron durante el tercer trimestre de gestación, por eso no se detectaron hasta el día del parto, que fue muy complicado. «El bebé venía completamente doblado, hecho un sandwich. Tenía los pies pegados a la cabeza y, por eso me tuvieron que hacer una cesárea enorme para poder sacarla en esta postura». Lucía nació «con malformaciones», sin caderas. Por eso tuvo que permanecer tres meses ingresada, escayolada desde el tronco hasta los pies. «Cada semana se las cambiaban porque iba creciendo. La tenían que levantar con un arnés», recuerda su madre. Le tuvieron que crear una cadera artificial gracias a la que empezó a erguirse, aunque mantiene su tendencia a luxarse.
Empezó el devenir de médicos, como ocurre con casi todas las enfermedades raras. La hicieron pruebas de todo tipo hasta que una prueba genética dio con el cromosoma afectado que estaba duplicado. Desde entonces, «mi hija se ha convertido en un conejillo de indias y seguimos viviendo a base de acierto y error». El único rasgo común de todos los casos con esta variación genética es que sufren hipotonía, un tipo de retraso mental y que afecta especialmente al tono muscular. Así, Lucía no consiguió mantenerse recta en una hamaca para bebés hasta que cumplió el año y «que aprendiera a gatear tuvimos que diseñar un aparato con hierros para que lograra el movimiento». Todo le cuesta el doble de esfuerzo porque sus músculos van mucho más lentos que los de otra persona sin esa duplicación cromosómica.
Pero lo peor de la enfermedad que sufre esta pequeña es que nunca saben lo que les espera por llegar. «Hemos aprendido a vivir el día a día», cuenta Marisa, la abuela de Lucía. Por ejemplo, la hipersensibilidad es algo que han empezado a detectar hace relativamente poco, pero echando la vista atrás se dan cuenta de que siempre ha existido, pero como ella no lo exterioriza, hasta ahora no han comprendido ciertas reacciones. «Ella siempre la baña, pero cuando venía a mi casa yo la duchaba y la enjabonaba con una esponja. Se podía muy nerviosa y lloraba cuando el agua y el jabón la rozaban», relata la abuela. Ahora lo entiende. No sólo tiene «sobredesarrollado» el sentido del oído, los otros cuatro también. «Sabemos que siente de más, que lo que para nosotros es una ducha placentera a ella le puede hacer daño, pero la estamos enseñando a lidiar con ello», cuenta su madre. «Ahora coge ella sola la alcachofa de la ducha», sonríe Marisa mientras mira a la pequeña que escribe su nombre en un papel. También la han tenido que enseñar a vivir con los ruidos cotidianos, para lo que han contado con la ayuda del centro Dacer de rehabilitación funcional.
«A base de exponerla a los ruidos y a su entorno la hemos enseñado a soportarlos y a no sufrir estereotipias (posturas repetitivas como el balanceo del cuerpo o simplemente alejarse de un sitio)», explica Belén Arias, terapeuta ocupacional del centro. Ya es capaz de encender la lavadora o de pasar la aspiradora. «¿Ves que se pone roja? Cuando lo hace es porque está controlando la situación». Sólo hay un electrodoméstico que aún se le resiste: la batidora. «Se pone como loca cuando lo enciendo en casa, aunque aquí ya está consiguiendo soportarlo», afirma su madre. Eso sí, cuando le preguntamos si probamos a encenderlo ella se niega.
A Lucía, al contrario que a nosotros, le llegan todos los estímulos de golpe. Su cerebro no es capaz de reorganizarlos y comprenderlos y se satura. En un principio, le diagnosticaron Trastorno del Espectro Autista (TEA), aunque al ver que se relacionaba con otras personas «le quitaron el diagnóstico». En Dacer siguen trabajando con sus movimientos para que todas las esteriotipias desaparezcan. Se pone tensa, aletea y, en muchas ocasiones se tapa los oídos. Cuando viaja en metro, «como sabe que va a emitir un pitido en cada estación», se los tapa durante todo el trayecto, aunque al salir «agita la mano y le dice al vagón: ‘‘Adiós, metro’’».
La sensibilidad es otro de los aspectos que tratan en el centro de rehabilitación al que acude. «Ella no se encuentra. Existe algún problema neurológico por el que a veces se pellizca o se mueve mucho para notarse», para saber que está viva. Por eso, cuando el médico le recomendó ponerse un corsé, «al principio me negué porque querían que llevara uno rígido desde el coxis hasta el cuello», recuerda su madre, pero para su sorpresa, tras pelear con el médico para que le colocaran uno más flexible, se dieron cuenta de que ella se sentía más segura con él. Necesita percibirse y tener algo que la sujeta la ayuda. Lo mismo le ocurre en la piscina cuando va a nadar. «Se me ocurrió comprarle un traje de neopreno –dice la abuela– y con él se ha convertido en una de las que mejor nadan».
Elisa es consciente de que su hija padece «plurideficencias», pero lo que peor lleva es el rechazo social que experimenta en algunas ocasiones. Ha llegado a escuchar frases tan duras como «¡pobre niña!, con lo guapa que es». Sabe que su hija nunca va a dejar de ser dependiente. «Empezó a andar a los tres años», nos recuerda, pero no quiere que su discapacidad le limite aún más su vida. «Le cuesta relacionarse con otras niñas. Se aparta, le cuesta socializar», pero la sociedad tampoco se lo pone fácil. «Me gustaría que cuando fuéramos a un parque y mi hija, por algún ruido, se ponga nerviosa y empiece a aletear, los padres no vayan corriendo a apartar a sus hijos de la mía». Son los propios padres los que la vuelven a meter en su burbuja.
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