Asia
De pagodas a burdeles: la cruzada de Laos contra el turismo sexual infantil japonés
La explotación de menores crece en el sudeste asiático, incentivada por una gran demanda y la laxitud de las leyes
El sudeste asiático, paraíso tropical de economías quebradizas, oculta una vileza: en Laos, la explotación sexual de menores, alimentada por una demanda insaciable, en particular la nipona, corrompe sus pagodas y bulliciosos mercados con una podredumbre persistente. Allí, la vigilancia es laxa y la pobreza, un yugo endémico. Turistas japoneses, guiados por circuitos clandestinos y plataformas digitales, han erigido la región del Mekong como un enclave de abusos sistemáticos. Semejante escándalo, ventilado por ciertos medios independientes que apenas ven la luz, y culminado en una admonición oficial japonesa en Vientián, desnuda la indefensión de las víctimas y los huecos jurídicos internacionales.
En el corazón de Vientián, establecimientos de dudosa reputación se mimetizan con la urbe entre fondas mediocres, tabernas o alojamientos efímeros. Menores, algunas rozando los 13 años, son introducidas por accesos laterales, un ritual corroborado por testimonios de operarios locales. De hecho, la ONG Save the Children calcula que casi un tercio de las adolescentes laosianas de entre 5 y 17 años están enredadas en circuitos de comercio carnal, mayoritariamente reclutadas de aldeas rurales azotadas por la escasez. Reclutadores con muy pocos escrúpulos las seducen con espejismos de remesas familiares, hundiéndolas en un remolino de vejaciones del que pocas emergen. El régimen laosiano, celoso custodio de su fachada idílica, impone un velo censor que sepulta narrativas tan perturbadoras como ésta, condenando a las agraviadas a un mutismo forzado. La envergadura de esta afrenta se ha filtrado incluso hacia el ámbito aéreo. Compañías como AirAsia, en sus trayectos hacia Laos, recuerdan al pasaje que el menudeo de personas y el abuso de infantes suponen infracciones graves. Tales gestos, sin embargo, rozan lo superficial en un entramado sustentado por desigualdades crónicas, sobornos endémicos y un apetito foráneo insaciable.
Este auge de abusos encuentra un cómplice insospechado en el ciberespacio. Sitios como X se han erigido en vitrinas lúgubres donde algunos japoneses difunden grabaciones obscenas, valoraciones de locales clandestinos y manuales para contactar con niñas. El Ministerio de Salud, Trabajo y Bienestar japonés registra un incremento del 4,8% en infracciones digitales en el último lustro, con X acaparando el 35,5% de incidencias documentadas, conforme a Unseen Japan. Tales emisiones no meramente orquestan el delito, sino que lo domestican, erosionando tabúes que deberían ser inquebrantables.
Aún más siniestro resulta el ecosistema de «rutas de abuso juvenil», orquestado por expatriados japoneses en Laos. Estos facilitadores, en rol de mercaderes, escoltan a turistas hacia recintos donde las alumnas, a menudo sustraídas de pausas lectivas, son mancilladas sin tregua. La complejidad de tales alianzas, burlando normativas, confronta los balbuceos de entes locales y supranacionales.
La representación japonesa en Laos y su Ministerio de Exteriores desataron en junio un boletín inusual, instando a compatriotas a desterrar la «adquisición de favores carnales con infantes» en suelo laosiano. Esta exhortación fue catalizada por Ayako Iwatake, empresaria gastronómica de 46 años en Vientián, quien, al topar con alardes en redes de connacionales jactándose de tales fechorías, impulsó una recogida de firmas. Con más de 25.000, su iniciativa, entregada a la embajada, precipitó una réplica en apenas nueve días. «Era tan descarnado que no pude desviar la vista», confesó Iwatake. Su audacia ilustra cómo el empuje ciudadano puede forzar engranajes estatales a girar. El edicto no se limita a amonestar: evoca la vigencia en Laos de sanciones por meretricio, y la proyección extraterritorial de la Ley de 1999 contra el menudeo y la iconografía pedófila infantil en Japón. Tal despliegue, más allá de lo punitivo, confiesa la maraña de nacionales japoneses en el engranaje regional de vejaciones, con epicentro en el sudeste asiático.
Laos tipifica tales transgresiones, y Japón, mediante su estatuto de 1999, las sanciona con hasta lo que rondaría los 18.000 euros. En 2023, Tokio incrementó la frontera de consentimiento de 13 a 16 años, sellando una brecha que escandalizaba a observadores globales. No obstante, la ejecución cojea. Un emblema de esta disyunción: en agosto de 2024, el exlegislador Shiiki Tamotsu, culpable de ultrajar a una niña de 12 años en un karaoke tokiota, mereció tres años condicionales por cinco, evitando la celda salvo recidiva. El fallo, tachado de complaciente, avivó desprecios por presunto favoritismo ligado al rango del imputado.
En el plano multilateral, el Acuerdo Opcional de la ONU de 2000 traza pautas contra la suplantación venérea juvenil, pero su despliegue es dispar. En Laos, la penuria de medios y la endemia corruptora lastren la fiscalización, incentivando a transgresores a migrar hacia feudos más tolerantes. Pero esta plaga no se circunscribe a Laos o Japón.
Unicef, en datos de 2008, cifraba en más de 100.000 infantes filipinos, 20.000 mexicanos y 15.000 kenianos en garras similares. En el archipiélago nipón, el Ministerio de Salud anotó 2.409 victimizaciones juveniles en 2020, con 1.818 capturas. Combatir la suplantación erótica juvenil demanda más que edictos o códigos: urge extirpar sus cimientos, la disparidad socioeconómica, el clientelismo y la apatía colectiva.