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Estreno

El lado humano de “Black Mirror” sale a relucir en la séptima temporada

Netflix estrena seis historias que cuestionan la realidad digital, con más alma que espectáculo y con el espejo más humano que tecnológico hasta la fecha

El lado humano de “Black Mirror” sale a relucir en la séptima temporada Netflix

Charlie Brooker ha dejado de mirar pantallas para empezar a mirar personas. Al menos, eso parece en la séptima temporada de “Black Mirror”, que vuelve a Netflix este jueves 10 de abril con seis episodios nuevos, varios universos paralelos y una constante: esta vez, el daño no lo hace tanto la tecnología como lo que llevamos dentro.

Con episodios que van del drama íntimo a la sátira encubierta, el creador británico se permite un giro que no rompe con el pasado, pero sí lo matiza. Sigue habiendo avances descontrolados, IA con vocación de usurpación y distopías maquilladas de progreso, pero el acento está en cómo lidiamos con todo eso cuando ya no hay botón de “cerrar sesión”.

“Gente corriente”, protagonizado por Rashida Jones y Chris O’Dowd, abre el fuego con una historia de amor en cuidados intensivos. Una interfaz neuronal que promete prolongar la vida abre más preguntas que respuestas, y lo hace sin necesidad de fuegos artificiales. La angustia entra por los ojos, pero se queda en la garganta. Aquí, la ciencia ficción funciona como catalizador emocional, no como exhibición de gadgets.

Algo similar ocurre en “Eulogy”, con Paul Giamatti explorando viejas fotografías que, literalmente, puede habitar. La nostalgia se convierte en trampa, y la fotografía —ese objeto tan de otro siglo— adquiere un valor físico y emocional que no es habitual en el catálogo de Netflix. Hay belleza y también deterioro; ambos se iluminan con una fotografía elegante, más cerca de la memoria que del filtro.

Pero no todo es contemplativo. “Bête Noire” juega en otra liga: es el episodio más cercano a la paranoia y al delirio, y lo consigue desde una pastelería. Sí, la repostería como vehículo para manipular emociones mediante IA. Siena Kelly y Rosy McEwen se entregan con sobriedad a una trama que, en otras manos, habría sido parodia, pero aquí funciona como thriller sensorial de digestión lenta.

La estrella de la temporada es el regreso de “USS Callister”, ahora rebautizado como “Into Infinity”. Sin Jesse Plemons, pero con Cristin Milioti al mando, la tripulación se enfrenta a un universo virtual habitado por millones de jugadores humanos que no los perciben como reales. El guiño a los videojuegos, los dilemas sobre la conciencia digital y la estética entre Star Trek y JJ Abrams componen un episodio grande en forma, pero también en alma. A ratos parece más un ensayo sobre la empatía que una aventura espacial. Y eso lo engrandece.

“Plaything”, con Peter Capaldi como un fanático de un videojuego noventero, se adentra en la obsesión, el crimen sin resolver y la memoria pixelada. El juego se vuelve sospechoso, casi acusador, mientras el relato se enrosca en una atmósfera oscura y cerrada que recuerda al mejor Brooker, el del horror sin sangre.

Por último, “Hotel Reverie” es la rareza brillante. Issa Rae entra en una película antigua, convertida en remake inmersivo, y se enamora de una actriz digital resucitada. El juego de tiempos, géneros y formatos funciona por la química inesperada con Emma Corrin y por un diseño de producción que rinde homenaje al cine clásico sin copiarlo. Aquí, el artificio es parte del encanto.

Si algo une a todos los episodios es una ambición más emocional que tecnológica. La serie ha dejado de hablar de pantallas para hablar de lo que proyectamos en ellas. Y ese giro, lejos de diluir su esencia, la refuerza. “Black Mirror” ya no alerta: observa. Ya no avisa: interpela. Y eso, en tiempos de algoritmos que ya no sorprenden a nadie, se agradece.

El trabajo actoral es otro punto alto. Hay precisión, matiz, contención. El casting coral funciona porque no busca el lucimiento individual, sino la densidad colectiva. Gente que siente antes que explicar. Gente que mira antes que señalar. Gente corriente, como en el título.

En lo técnico, la serie sigue siendo un prodigio silencioso. No necesita sobrecargar para impresionar. Todo está en los detalles: cómo se encuadra un rostro, cómo se vacía un paisaje, cómo se enciende una pantalla para iluminar una culpa. La puesta en escena es funcional pero nunca fría. La música acompaña, no adorna. Los guiones evitan el efectismo y, salvo alguna deriva dispersa en “Plaything”, todo se sostiene con músculo narrativo.

¿Hay capítulos más redondos que otros? Claro. Pero incluso los que flojean en ritmo aportan preguntas que se quedan más allá del capítulo. Y eso, en una serie que lleva casi 15 años jugando al futuro, es un logro más maduro que pretencioso.

Esta temporada no compite con su pasado. Convive con él. Y lo mejora.

La IA como espejo y no como amenaza

la inteligencia artificial deja de ser un villano para convertirse en reflejo. En “Common People” o “Hotel Reverie”, la IA no impone, sugiere. Funciona como catalizador de emociones humanas más que como entidad invasora. Brooker lo deja claro: no teme a la tecnología, teme a lo que hacemos con ella. La IA, dice, debería ser herramienta, no reemplazo. Esta temporada no acusa: expone. Ya no señala a “ellos”, sino a “nosotros”. Y eso duele más. Porque lo peor no es el futuro, es el presente si no lo miramos con atención, criterio y algo de humanidad.