Feria de Bilbao
La elegancia de Ortega y el valor de Fernández
La poca fuerza y el escaso juego de las reses de Pereda marcan la novillada en Las Ventas
Las Ventas (Madrid). Novillos de José Luis Pereda y La Dehesilla (5º y 6º); bien presentados. El 1º, noble, pero sin fuerza; el 2º, con movilidad pero sin humillar; el 3º, mansurrón; el 4º, desrazado; el 5º, incierto; y el 6º, sin fuerza. Un cuarto de entrada.
Jesús Fernández, de crema y oro, pinchazo, estocada trasera (silencio); dos pinchazos, casi entera perpendicular, aviso (palmas). Juan Ortega, de marfil y azabache, dos pinchazos, aviso, otro pinchazo, bajonazo, segundo aviso (silencio); pinchazo, estocada, descabello (palmas). Tomás Campos, de verde esperanza y oro, aviso, dos pinchazos, estocada, segundo aviso, ocho descabellos (silencio); pinchazo, estocada contraria, aviso, descabello (silencio).
Parte médico de Jesús Fernández: «Herida por asta de toro en cara interna del tercio inferior del muslo derecho de 10 centímetros, sin destrozo vascular ni muscular». Pronóstico «leve».
Ya casi nos hemos acostumbrado. Nos resulta tan familiar como ese dichoso y afilado viento que manda Eolo tantas tardes, como el vozarrón desgarrado e impaciente que surge del «siete» o como esas faenas a cuerpo limpio de Florito, aún inédito este 2014. No hay temporada tampoco sin ese encierro plomizo, descastado y de escasas opciones con el hierro de José Luis Pereda y La Dehesilla. Ayer, en la segunda de temporada, nos tocó vivirlo, sufrirlo en las carnes para desesperación nuestra y de tres novilleros que dieron la cara, a pesar de su espada roma y sin filo. Cada uno fiel a su estilo, pero con argumentos los tres. Desde el valor de Fernández hasta las elegantes pinceladas de Juan Ortega, que pudo aspirar a un trofeo de no ser por la tizona, pasando por la sobriedad de Tomás Campos.
Jesús Fernández demostró de nuevo su sincera entrega. No engaña a nadie. Gustará más o menos su concepto, su estilo, pero su garra es incuestionable. Entrega máxima. Ayer visitó por enésima vez al doctor García Padrós. No parece importarle. Sangre siempre lista para ser derramada. Por fortuna no pasó de un puntazo leve de 10 centímetros en el muslo derecho. Ya le había avisado el castaño que rompió plaza en los primeros compases con una voltereta. A la segunda, en el tramo final, hizo carne. Casi sin querer, quitándose de encima al catalán, porque la realidad es que lo tuvo a merced varios segundos y milagrosamente no hizo por él. Ese utrero tuvo buen fondo, el de más clase en la embestida, pero le faltó resuello. Claudicó en el peto del caballo varias veces y a la muleta llegó justito. Cada vez se fue quedando más corto y acostando más en el viaje. El catalán, mejor a izquierdas, logró templarle varias veces dos o tres muletazos, pero al cuarto, en el que tenía que romper aquello y tomar vuelo, no había manera. Y sin ligazón, en Madrid, es una quimera.
Tras pasar por la enfermería, regresó en el cuarto, de morrillo astracanado. Otro animal blando, pero mucho más deslucido. Falto de raza y transmisión, se tragó las primeras tandas sin pena ni gloria. Luego, a medida que se fue apagando, Jesús Fernández hizo otro esfuerzo y acortó las distancias. Se metió entre los pitones para robarle los muletazos. Uno a uno. Con mérito, pero sin apenas continuidad. El mismo problema insalvable del primero: el trasteo nunca fluyó con alegría.
Juan Ortega dejó un buen ramillete de verónicas al segundo. Cargando la suerte y ganando terreno en cada lance. Muy notables. La segunda media, abelmontada, preciosa. Gustó también después con la muleta. En la tercera tanda logró acoplarse a la movilidad sin entrega del utrero y dejó buenos pasajes, sobre todo, al natural. Hubo una serie muy buena. Limpia y con despaciosidad. Cuatro al ralentí. Sin embargo, lo mejor fue la personalidad en los remates. Pellizco y elegancia. Aroma a toreo caro en cada trazo. Todo muy sevillano. Distinto. Atractivo. ¿El problema? Los aceros. Pegó un sainete y la posibilidad del trofeo se esfumó.
El quinto, serio y astifino, era altísimo. Ensillado. Una barbaridad costó que descolgara. Tres puyazos como tres soles se llevó. En la muleta, no mejoró. Al revés, tuvo su guasa. No por su embestida, sin gracia alguna. Siempre pendiente del novillero, andando y midiendo en la embestida. A contraestilo de Ortega, varios enganchones y un desarme terminaron por desangelar al tendido y al propio diestro que, tras machetearlo, enfiló el camino a por la espada.
Tomás Campos se fajó con el mansurrón tercero en una faena sobria y técnica de menos a más. Estuvo aconsejado en el callejón por Diego Urdiales. Buena ayuda la del arnedano, que lo vio caer herido de gravedad en el pasado Zapato de Oro de su tierra. Ese toreo sin concesiones ni alardes es denominador común en el repertorio de ambos. Vereda muy aprovechable para el crecimiento de Campos, que persiguió media plaza al desentendido utrero, rajado en la primera serie, y que ya había dado un buen susto en varas descabalgando a Pedro Geniz. Se paró en los terrenos del «cinco» y allí planteó la lucha. La clásica faena del manso. A más y con un jaleado epílogo por manoletinas.
El inválido sexto fue un muro infranqueable. Protestadísimo desde el tendido, resistió el corte del presidente y en el último tercio no hubo manera. Perdió las manos hasta en los ayudados por alto del comienzo del trasteo. Imposible. Casi tanto como el resto de los «Núñez» de Pereda. Todo un clásico venteño.
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