Toros
Y luego el destino
En la memoria
Ocurre de pronto. Ajeno al resto del mundo. Es lo que sigue dando fuerza a la Tauromaquia todavía hoy. Javier Cortés volvía la vista atrás cuando su cuadrilla le llevaba en volandas a la enfermería, herido, muy herido, de gravedad lo supimos después. Antes no había permitido, no había consentido que nadie le tocara, porque la guerra, de haberla, el toreo es otra historia, le pertenecía solo a él y a ese toro de Joselito que en esta misma fecha años ha vivió la gloria infinita del toreo. Él y todos los ojos que lo vimos. Cortés fue torero por la gracia de dios. El amor propio le salía a borbotones con la misma intensidad que la sangre le brotaba del cuerpo, para fuera, de la corva de la rodilla al pie hasta deshacerse de él y caer sobre la arena madrileña en la tradicional Corrida Goyesca. Se cerraba un círculo sagrado que pocos entienden en este mundo que monetiza pronto, que empaca rápido y tapa las heridas no porque no estén, sino porque hace tiempo que decidimos no verlas. La muerte no existe. Aunque esté todos los días. No la queremos. Aunque nos inunde a las tres de la tarde cada almuerzo y a las nueve cada cena. También las de nuestros hijos, a nada que demos la espalda a Bob esponja.
Hace apenas un año estaba todo por comenzar. Como hoy. El mes de corridas. De sueños. De miedos. El largo peregrinar para llegar hasta aquí. Los temores y esfuerzos de muchos para verse anunciado. Hace tiempo ya que Madrid, Las Ventas, se ha convertido en la única alternativa para salvarse, si es que hay salvación. Hace tiempo ya que Madrid es la puerta, el único pasaporte para llegar a un lugar mejor. Desfilarán por este ruedo las figuras y las que sueñan con serlo, los recién llegados y los que están de vuelta con aspiraciones para quedarse. Debutarán, confirmarán y se despedirán de Madrid, algunos sin saberlo. La dureza del camino es infinita y las malas tardes tienen el peaje de la desidia. Se sabe. También los ganaderos, los cuatro años de espera, el sufrimiento silencioso y ya ajeno, sentados desde alguna localidad y buscando huir de las cámaras, al cobijo de la soledad del campo en mitad de la plaza. Y el público, el que mantiene esto, al que tanta veces se maltrata y obliga a comulgar con ruedas de molino. Como esta feria. Como este San Isidro simplón. Lejos de los retos creativos que el empresario francés aventuraba cuando entró en la conquista venteña y tan sólo nos alejamos en el tiempo en un año. Poco dura lo bueno.
Mucho el
recuerdo. Y así debe. Un año. Hace tan sólo un año Iván Fandiño estaba anunciado en los carteles de San Isidro. Fue plaza suya. Un mes después, el fatídico 17 de junio, llegó la tremebunda e inesperada noticia de su muerte en una plaza francesa. Le había matado un toro. Se paró en seco su vida, la de su gente y, de pronto, la trayectoria. Sigue vivo el recuerdo. No hay fragilidad de memoria que resista la verdad que hay en el ruedo. El león ruge. Allá en los cielos. Estaremos atentos.
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