Estreno
Lo que no sabías de «Westworld»
Si estar medianamente al tanto de lo que pasa en el mundo de las series es tarea de chinos, imaginemos qué difícil debe de ser tener que elegir a los nominados a los Emmy. Hay demasiados candidatos. Dado que, además, a los miembros de la Academia de la Televisión de Estados Unidos la fama de vagos les precede, no sorprende que para confeccionar la lista anunciada la semana pasada decidieran echar una miradita a las opiniones de críticos y fans que incendian las redes. Quizá la prueba más clara de que lo hicieron sea la nominación que obtuvo Shannon Purser, cuyo mayor mérito dando vida a Barb en «Stranger Things» fue inspirar docenas de memes. Más interesante, eso sí, es el caso de «Westworld», la ficción que más nominaciones acumula.
La serie de HBO sobre un parque temático poblado por robots al que los humanos acuden para dar rienda suelta a sus instintos más depravados se convirtió de la noche a la mañana en toda una sensación. Y es lógico. Independientemente de sus valores artísticos, parece haber sido construida de acuerdo a los estereotipos que han llegado a definir la ficción televisiva de calidad: es oscura, violenta y casi incomprensible y posee el tono solemne de la narrativa que se sabe importante.
Jeroglíficos que hipnotizan
Pero el «quid» de la metodología de esta ficción es otro. Pese a que en su episodio piloto prometió que exploraría conceptos como la conciencia, el libre albedrío o la humanidad misma, en lugar de eso durante los siguientes siete capítulos se dedicó a plantear una retahíla de jeroglíficos con los que hipnotizar a los espectadores como si fueran las ratas de Hamelín. Si el objetivo primordial de sus creadores, Lisa Joy y Jonathan Nolan, era que el público se obsesionara con decodificar esos misterios y especulara sobre ellos sin descanso en las redes, sin duda lo cumplieron. Entre los espectadores de la serie, la mayoría probablemente habrán pasado menos tiempo viéndola que rastreando internet en busca de teorías sobre sus enigmas.
El problema es que ese montón de misterios demostró ser todo lo que la primera temporada de «Westworld» tenía que ofrecernos –¿cuántos de sus personajes, humanos o no, son gente de la que querríamos saber más?–. Muchos de ellos fueron fácilmente descifrados por los fans y explicados en internet mucho antes de lo que Joy y Nolan probablemente esperaban, haciéndoles parecer un mago que nos saca monedas de detrás de la oreja confiando en que no pillemos el truco: William es el hombre de negro; Bernard es un robot; ¿y si Dolores es en realidad Wyatt?
Otros de esos misterios eran directamente irresolubles; dada la información que se nos daba la única respuesta posible ante ellos era encogernos de hombros y lamentar que lo que se hacía o decía en pantalla no tuviera sentido. Así, «Westworld» nos condujo a través de un laberinto mientras nos prometía grandes revelaciones sobre cuál era el sentido de todo, y en lugar de eso se limitó a reciclar una alegoría que sirve para hablar de casi todo: un grupo oprimido se rebela contra sus opresores. Que el significado literal del laberinto en realidad no importara no habría sido un problema si la serie no hubiera pasado tantos episodios dirigiendo hacia él nuestra atención y demostrando así hasta qué punto necesitaba del apoyo de las teorías propagadas por las redes no solo para justificarse a sí misma sino también para ser parte de la conversación. Del tipo de conversación que escuchan quienes reparten los Emmy.
Por eso resulta inevitable acordarse de esa escena en el penúltimo episodio en el que Logan (Ben Barnes) apuñala a Dolores (Evan Rachel Wood) en el estómago, revelando así sus entrañas mecánicas, e interpretarla como metáfora de la serie misma: la hemos estado destripando en busca de su corazón, pero solo llegamos a encontrar un mecanismo de relojería.
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