Viajes
Los enigmas que rodean a la Venus de Milo
Una de las esculturas griegas más conocidas sigue siendo objeto de misterio para expertos de todo el globo, y todavía en nuestros días faltan varias preguntas por responder. Hoy la visitamos en su museo y la saludamos, descifrando concienzudamente los enigmas que la rodean.
Cada paso responde a una pregunta
Uno de los grandes placeres de viajar implica descifrar enigmas. Es una excusa universal para subirse a cualquier avión con destino incierto y añadir nuevos sellos a las páginas del pasaporte. Aterrizamos, entre nerviosos y entusiasmados, en nuestro destino cuidadosamente elegido tras largas horas esperando a las vacaciones. Damos unos pasos, tanteando el terreno con el mismo cuidado que un escultor tallando su gran obra, y las primeras preguntas comienzan a encontrar respuesta. ¿Hará frío o calor en Argentina durante esta época del año? Una brisa fresca nos azota el rostro al salir de la terminal. Hace frío. Sí, pero ahora, ¿qué tipo de frío? ¿Húmedo del que te cala los huesos? ¿Seco del que te irrita la piel? Paso a paso desciframos los enigmas que se cruzan en nuestro camino. Profundizamos en culturas extrañas, nuestra amplitud de miras con respecto al mundo se ensancha unos milímetros. Un milímetro más por cada enigma que logramos resolver.
Nuestro camino de hoy nos lleva a los enigmas de la Venus de Milo, aunque podemos decir que ya sabemos unas pocas cosas sobre ella: que fue encontrada en la isla de Milo y está expuesta en el museo del Louvre. Sabemos que Venus era considerada la diosa del amor por los romanos, un sucedáneo de la caprichosa diosa griega Afrodita. Sí, es bueno conocer estas cosas para saber a quién nos enfrentamos cuando la encontremos en el museo, aunque hace falta profundizar más en estas afirmaciones. ¿Quién la encontró? ¿Cuándo? Y los brazos, ¿dónde pueden estar? Si la encontraron en Grecia, ¿no debería llamarse la Afrodita de Milos? ¡Tantas preguntas esperan a ser resueltas! Es excitante. Aunque quizás sea mejor contestarlas antes de echar un primer vistazo a su sinuosa figura.
Un campesino griego y un oficial francés se encuentran en el campo...
En abril de 1820, un arqueólogo y oficial de la marina francesa que se encontraba en la isla de Milos - por aquél entonces propiedad del imperio otomano - desenterrando el antiguo teatro de Plakas, se sentó a descansar mientras observaba a un campesino griego labrar la tierra. Su nombre era Olivier Voutier, y el del campesino, Yorgos Kentrotas. Nunca se habían dirigido la palabra, eran completos desconocidos. Ocurrió que mientras Yorgos araba la tierra, su robusta azada chocó con una extraña escultura hundida en su campo, y su curiosidad quiso que la comenzase a desenterrar bajo la atenta mirada del oficial francés. Escarbando, salió una cabeza con el moño despeinado. El olfato arqueológico de Voutier recogió los aromas a tesoro que emanaba la escultura y rápidamente pidió al campesino que siguiera excavando, no sin verse antes obligado a pagar unas monedas a cambio de que lo hiciese.
¡Eureka!, debió exclamar al finalizar el procedimiento: a sus pies se encontraba la estatua tal y como hoy la conocemos, su base y un brazo partido que sujetaba una manzana. Corrió todo lo deprisa que pudo al puesto de telegrafía más cercano y escribió a la embajada francesa en Estambul para que empezasen las negociaciones de compra de la estatua lo antes posible. Pasó una semana, dos, un mes. Voutier esperaba impaciente la llegada del enviado francés. El enviado llegó tarde y los turcos se hicieron con la estatua antes que ellos, comenzó una terrible y hermosa batalla diplomática por llevar la Venus a París, los turcos se hicieron de rogar, los franceses rogaron, y finalmente obtuvieron su ansiado premio por el precio de 750 francos. Un buen dinero en aquella época. La estatua fue llevada rápidamente a París y se expuso en el Louvre tras reconstruirse la nariz, pequeñas piezas de su cintura, el pezón izquierdo y el labio inferior.
Propaganda francesa
Ya estamos en el Louvre, donde lleva atada desde hace exactamente doscientos años, apenas quedan unas salas para encontrarla. Solo nos falta responder a una pregunta más antes de llegar, mientras caminamos lentamente por los pasillos. Si hemos venido hasta aquí tendremos que saber por qué merece la pena conocer a Venus, por qué es esta escultura tan famosa respecto a las demás. No tendría sentido haber pagado los billetes de avión, un alojamiento y las comidas y todo el batiburrillo de los viajes sin conocer antes la razón del revuelo que se produjo por una pequeña estatua.
La respuesta es tan sencilla que abrasa. Resulta que tras las recientes campañas fallidas de Napoleón por la vieja Europa, los franceses habían perdido su escultura más preciada a manos de los italianos, la Venus de Médici. En una época donde los europeos desenterraban cualquier vestigio de la cultura antigua que se encontraban, urgía al orgullo galo encontrar una sustituta con la que impresionar a la comunidad arqueológica internacional. Así encontraron en esta nueva Venus, aunque partida, su nueva carta ganadora en el concurso de las estatuas hermosas. En resumen, la Venus de Milo no debe su fama únicamente a la delicada pose que presenta, su gesto sutil o la exquisitez con que está esculpida, sino también a la propaganda francesa del siglo XIX. Simplemente.
Bien. Estamos preparados para conocerla. Entramos en la sala donde está expuesta y quedamos quietos frente a ella, los ojos abiertos procurando atrapar cada detalle de la diosa. Las preguntas retumban como un alud en nuestra cabeza, imposibles de responder en la brevedad de este momento. ¿A quién mira Venus tan seria? ¿Es a nosotros, o al recuerdo de Paris eligiendo la diosa más bella? ¿Mira al hombre que la cinceló desde la roca desnuda con un martillo, vigilando las manos que la formaban? ¿Quién le ha despeinado el moño, o fue ella misma en un arrebato de rebeldía contra su escultor? Entra en escena la imaginación y nosotros mismos nos respondemos a estas preguntas, sin necesidad de leer densos tratados arqueológicos ni aguantar la larga perorata de un profesional. Para imaginar el lado mágico de Venus no nos hace falta más que nuestra imaginación y silencio.
La verdad siempre la guardan las bases
Lejos del mundo, descubrimos a nuestros labios tarareando aquellos versos de Sabina que dicen: “...mariposas que cazan en sueños los niños con granos, cuando sueñan que abrazan a Venus de Milo sin manos...”. Estamos justamente donde queríamos estar, deseando ese abrazo. Palpar el mármol blanco, todavía tibio después de tantos años. Miramos a los lados comprobando si el vigilante de la sala no nos está mirando y ya estamos a segundos de abalanzarnos sobre ella, ya estamos, y en el instante que lo precede frenamos en seco, confundidos. ¡Un momento!, exclamamos al vigilante, ¡un momento, por favor! ¿Dónde está el brazo con la manzana de la discordia y la base que encontraron con la estatua?
Pues verás, contestará el vigilante mientras señala a Venus, la respuesta a tu pregunta está escondida en los almacenes del Louvre. Resulta que cuando encontraron la escultura enterrada en Milo, los expertos franceses afirmaron que databa del siglo IV a. C, correspondiente al periodo clásico griego, para dar una mayor importancia arqueológica a la escultura y competir con los ingleses que recientemente habían incorporado al Museo Británico los mármoles del Partenón. Sin embargo... ese pedazo de su base que no está expuesto junto a la estatua niega tal afirmación, y es por eso lo guardamos con tanto celo, aunque la verdad haya salido a la luz hace más de cien años. En ese pedazo suelto sale escrito el nombre del escultor, Alexandros de Antioquía, cuya ciudad natal no fue fundada hasta cien años después del periodo clásico.
Entonces, ¿no fue esculpida en el periodo clásico? No, nada de eso, responderá el vigilante a duras penas, con los hombros caídos y un brillo de decepción en los ojos. Más bien pertenece al periodo helenístico, tres siglos posterior al clásico. Asentimos comprensivos y volvemos a mirar la estatua. ¿Y qué ocurrió con el brazo de la manzana?, preguntamos nuevamente, a riesgo de ser unos pedantes. Pero el vigilante hace un gesto de desgana y mira para otro lado, no quiere contestarnos más. Si lo hiciera, probablemente diría que ese brazo estaba demasiado lejos del busto y no tiene por qué pertenecer a la estatua, y a falta de cualquier dato que lo asegure, los responsables del museo no han querido volver a fallar en sus premisas y la guardaron junto a la base en los almacenes.
Salimos definitivamente del museo con el bote de respuestas lleno al ochenta por ciento. Todavía nos falta responder a las preguntas de la imaginación y descubrir la postura que tenían los brazos de Venus cuando manaron de las manos de Alexandros. Pero no queremos descubrirlo, todavía no, al menos. Viajar no implica únicamente responder a nuestras dudas, sino formularnos también nuevas preguntas que mantengan viva la ilusión por el conocimiento. El misterio. De sus brazos perdidos y qué fruta o qué arma cogían realmente, y si las guardaba o nos las entregaba. Esos son los enigmas que jamás descubriremos de la Venus de Milo, los que vuelven tan placentero conocerla a fondo en su esquina del museo.
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