Viajes
Escultura de la semana: el Cristo Velado
A falta de pan, buenas son tortas: seguimos viajando aunque sea desde casa y conocemos una de las esculturas más impresionantes del planeta
En el colegio se organizaba todos los años una obra de teatro donde el profesor de Lengua elegía a sus enchufados, les machacaba durante dos semanas para que se aprendieran el guion y luego nos obligaba a los demás a dedicar dos horas, dos horas al año durante cuatro años, a escuchar a nuestros desafortunados compañeros balbucear sus frases. Ignoro el nombre de la obra, creo que nunca me molesté en aprenderlo. Pero sí recuerdo, la tengo grabada a fuego después de ocho horas escuchándola recitar, puedo cerrar los ojos y oírla como la oía entonces, la frase que chillaban más frecuentemente con sus voces prepúberes en esta obra de teatro de calidad dudosa: “¡No quiero ser mayor!”. Lo chillaban cada cinco minutos, separando las palabras con breves pausas y subiendo el tono por cada sílaba. ¡No quiero ser mayor! ¡No quiero ser mayor! ¡No quiero ser mayor! Una y otra vez, rozando el histerismo. Como si todo esto fuese una estratagema del profesor para despertarnos de nuestra modorra.
Pues hoy me siento de una forma parecida a los personajes de esa obra insulsa. No quiero ser mayor, no quiero dejar de sonreír, no quiero romperme. Me gustaría que nadie fuese mayor y que nadie estuviese roto. Pero eso ya no es posible. Y el respiro breve que nos daban los viajes antes de que comenzara este tinglado de pandemias y encierros y miedo y noticieros de pesadilla parecen haberse terminado por lo pronto y no sabemos hasta cuando. Creo que lo mejor yo puedo hacer, como periodista de viajes, es nada más que llevar al lector a viajar desde su sofá y abrirle la puerta a misterios desconocidos, de esos que botan por nuestro mundo, y añadirle una pizca de asombro en su tarde de domingo. Lo que dura este artículo, y los siguientes que iré sacando cada domingo sobre diferentes obras de arte de nuestro planeta (desde esculturas y cuadros hasta novelas y edificios), el lector podrá maravillarse y ser niño otra vez, por unos minutos.
La Capilla Sansevero
Las grandes esculturas, las más bellas quiero decir, no suelen encontrarse en una fría sala de museo, gris, rodeadas de granito y acero pulido. La belleza funciona con leyes de atracción tan básicas como cualquier otra, y es habitual encontrar las esculturas más hermosas en bonitas localizaciones, donde las diferentes beldades que han salido de los dedos de los artistas consiguen reunirse. Bajo las cúpulas de las catedrales, en los suntuosos museos italianos, en palacios y palacetes de personajes que casi, casi alcanzaron la inmortalidad por su huella en la Historia. Por tanto, no debería extrañarnos que, antes de conocer la que se considera una de las esculturas más bellas del mundo, entreabriremos la boca y salivaremos unos segundos al chocar contra la habitación donde está guardada.
Se trata de la Capilla Sansevero, también conocida como la Iglesia de Santa María de la Piedad y, aunque su nombre puede llevar a la confusión, no se trata de un templo cristiano sino de un conocido museo en Nápoles. Se dice que el edificio fue en sus orígenes un templo dedicado a la diosa Isis (y con sus orígenes nos referimos al periodo del Imperio romano), otros aseguran que el edificio fue levantado tras obrarse un milagro que libró a un hombre inocente de la horca. En cualquier caso, fue durante siglos un importante centro de peregrinación en Nápoles y víctima de numerosas reformas realizadas entre los siglos XVII y XVIII, hasta ganarse su bellísimo aspecto actual. Sobrecargada con retorcidos grabados de piedra, coloreada con una selección exquisita de colores pastel, se trata de un ejemplo excelente del barroco napolitano. No sería hasta mediados del siglo XIX cuando, tras darse un misterioso derrumbe por causa de una supuesta humedad, la capilla fue desacralizada y convertida en museo. Un museo de esculturas dirigidas en gran medida a la investigación de la anatomía humana, esculturas cuyo detalle sobre nuestros cuerpos, cada gramo de nervios, piel y huesos, son capaces de marearnos y hacernos creer que, de tocar el mármol frío que las conforma, este se hundiría como lo hace la carne tierna.
La temática anatómica de sus esculturas, así como diferentes aspectos del museo que podrían ser una estatua de la Modestia representada como Isis (figura clave en la ciencia iniciática) incensarios utilizados en ceremonias masónicas, el Cecco di Sangro (el caballero armado que sale de su tumba) o el inquietante realismo de algunas obras,son evidencia suficiente para comprender que esta capilla arrebatada de santidad fue en algún momento de su historia un centro de reunión masónico. Y ciertamente así lo fue, durante el siglo XVIII cuando perteneció al alquimista, científico, inventor y nigromante masónico Raimondo di Sangro, el Príncipe de Sansevero. Un personaje cuyos inventos darían para un artículo entero.
El Cristo Velado
En el centro de la capilla, en el lugar de honor, rodeada por esta cantidad de inquietantes cuerpos tan reales, se encuentra la escultura que vinimos a visitar. El Cristo Velado que esculpió Giuseppe Sanmartino en 1753. Y no resulta sencillo describirlo con palabras porque me encuentro en una extraña encrucijada: no siento vergüenza a la hora de describir cualquier situación que vea en mis viajes pero, si quisiera describir esta escultura única, escribiría sobre un talento artístico que excede por oleadas al mío, por oleadas que digo, océanos de un talento inalcanzable que demostró Sanmartino para asombro de quienes han visto su obra maestra. Manchar esta obra con palabras sí que me daría vergüenza porque sería pisar sobre mojado, manosear el mármol, creo que terminaría por emborronar los detalles del velo que la vuelven única y restaría gran parte de su encanto.
Me limitaré a señalar la foto y contar su historia.
Ya sabemos el nombre de quien encargó hacer esta escultura, lo vimos hace pocos párrafos. Fue Raimondo di Sangro que pidió al escultor “una estatua en mármol esculpido, de tamaño natural, que represente a nuestro Señor Jesucristo muerto, cubierto de un sudario transparente tallado en el mismo bloque que la estatua”. Más que un encargo parecía una afrenta, un reto lanzado sobre la mesa para desconcertar al escultor, porque no es sencillo convertir el mármol en un velo de aspecto suave.
Puede imaginarse la sorpresa del noble italiano al ver que su encargo se había cumplido hasta el mínimo detalle, en ese Cristo tumbado sobre dos almohadas y que parece traspasar el velo de alguna manera. Puede imaginarse la sorpresa de todos cuanto lo vieron, que no tardaron en circular el rumor de que el velo era en realidad tela calcificada, manipulada por el mismo Raimondo di Sangro hasta cobrar el aspecto del mármol. Nadie comprendía que de un solo bloque podría rescatarse tanta finura. Aunque es cierto que basta acercarse a la escultura con el ojo atento, resbalando la mirada por los párpados cerrados de Cristo y sus costillas marcadas, las rodillas, para descubrir que es cierto, los rumores son falsos, y la mano de Giuseppe Sanmartino fue capaz de acariciar el mármol una y otra vez, una y otra vez hasta borrarlo.
Esta es la magia del escultor napolitano: hizo desaparecer el mármol en su Cristo Velado. Y cuando lo vemos de frente, no sabemos muy bien qué debemos creer, los conceptos de cierto y falso se difuminan como hace la tela sobre el cuerpo tumbado.
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