
Viajes
Tokio, vertiginoso y a la vez sereno
Ante los cambios que Japón prevé en su sistema turístico para 2026, que podrían encarecer el viaje, quizás sea ahora el momento perfecto para descubrir su capital

Tokio es una paradoja fascinante: ultramoderna y ancestral, minimalista y desbordante, caótica y ordenada a la vez. La capital sabe mutar sin perder su esencia. A veces parece una gran instalación futurista; otras, un santuario de lo intangible. En cada esquina conviven dos tiempos: el pasado y un futuro que se anticipa.
Sus rascacielos iluminados con neones reflejan sobre los templos centenarios un diálogo que define su identidad: el vértigo. Y, sin embargo, cuando el otoño llega —como ahora—, algo cambia: el vértigo se vuelve contemplación. Las hojas de los arces, los «momiji», tiñen los parques de tonos escarlata, dorado y ámbar, y la urbe, con el fenómeno del «kōyō» —esa palabra japonesa que indica el cambio de color de las hojas en otoño—, parece suspenderse en una calma serena, casi poética. Ver el follaje otoñal aquí no es solo admirar un paisaje: es participar en una tradición que ha inspirado a artistas durante siglos.
El viajero que llega por primera vez puede sentirse abrumado, pero pronto descubre que todo fluye con una sorprendente armonía. Es una metrópoli inmensa, sí, pero también extraordinariamente segura, limpia y eficaz. Su red de metro —un laberinto subterráneo que conecta los 23 barrios principales— es la mejor aliada para moverse entre templos, avenidas y jardines. Bastan unos minutos bajo tierra para pasar de un mundo a otro: de la solemnidad de Asakusa al frenesí de Shibuya, de la elegancia de Ginza al espíritu rebelde de Harajuku.
Donde el pasado se respira
En Asakusa, el viajero siente que ha retrocedido en el tiempo. Allí se alza Sensō-ji, el templo budista más antiguo de la ciudad, custodiado por una gran linterna roja y el sonido hipnótico de los rezos. Sus callejuelas, repletas de tiendas tradicionales y aromas a dulces de arroz, invitan a perderse sin prisa. Muy cerca, las antiguas tiendas de kimonos y la calle Kappabashi, con sus utensilios de cocina y escaparates de réplicas de comida, revelan la devoción japonesa por la estética y el detalle.
A pocos kilómetros, el Palacio Imperial recuerda que esta es también una ciudad de poder y de historia. Rodeado de jardines y fosos, es la residencia del emperador, aunque solo una pequeña parte puede visitarse mediante reserva previa. Caminar por sus alrededores, entre árboles que se tornan dorados en otoño, es experimentar la solemnidad del Japón más simbólico.

Donde el futuro se adelanta
En el otro extremo del espectro, Shibuya condensa la faceta más vibrante de la capital. Su cruce peatonal —quizás el más famoso del mundo— es un espectáculo coreográfico donde centenares de personas avanzan en todas direcciones con una precisión asombrosa. A su alrededor, tiendas de tecnología, cafés temáticos y pantallas gigantes crean un paisaje urbano que parece una película en bucle.
Ginza, por su parte, es la meca del diseño y la arquitectura contemporánea. Aquí los edificios son auténticas obras de arte: el De Beers Ginza Building, el Tokyo International Forum (en el entorno de Ginza-Marunouchi) o el Yamaha Ginza convierten cada paseo en una galería al aire libre. Sus escaparates, perfectamente iluminados, reflejan un lujo sobrio, casi zen, que armoniza con la elegancia nipona.
En Harajuku, el contraste vuelve a ser protagonista. Es el barrio donde la moda urbana y la tradición se encuentran. Junto a las boutiques vanguardistas de Omotesandō —el bulevar del diseño por excelencia— se alza la histórica estación de Harajuku y el Santuario Meiji, rodeado de un bosque que en otoño se viste de rojo intenso. A solo unos pasos, el Parque Yoyogi ofrece una pausa verde entre el ruido; allí los tokiotas pasean, tocan música o simplemente observan cómo el viento arrastra las hojas.
La belleza de mirar hacia arriba
Entre los iconos urbanos, la Tokyo Tower continúa siendo un símbolo insustituible. Construida en 1958 y con 333 metros de altura, ofrece una de las vistas más completas de la metrópoli. Sus miradores, especialmente al atardecer, regalan esa mezcla de vértigo y emoción tan propia de la capital nipona. Quienes se atrevan a mirar hacia abajo por las «Skywalk Windows» sentirán el suelo a 145 metros bajo sus pies.
Un poco más allá, el mirador Tokyo City View, en Roppongi Hills, despliega una panorámica que, en los días despejados, alcanza hasta el Monte Fuji: ese coloso blanco que parece observar la ciudad con calma milenaria. Visible desde varios puntos, el Fuji ejerce un magnetismo difícil de describir. Para los japoneses es un símbolo de belleza y espiritualidad; para el viajero, una promesa. Verlo desde la distancia, coronado de nieve sobre el horizonte urbano, es entender que esta urbe actúa como un puente entre el vértigo de la modernidad y la quietud de la naturaleza.

Odaiba y la modernidad flotante
En la bahía, Odaiba resume esa fascinación por reinventarse. Construida sobre islas artificiales, es un distrito de ocio futurista con centros comerciales, museos interactivos y un paseo marítimo desde el que se contempla el Rainbow Bridge, iluminado por la noche. Es el Japón del mañana, donde las ideas se transforman en experiencias sensoriales: realidad aumentada, arte digital y una forma de diversión que nunca deja de evolucionar.
El arte del silencio
En medio de tanto movimiento, hay lugares donde el tiempo se detiene.
Pero esta ciudad no solo deslumbra: también enseña el valor del silencio. Sus templos y jardines ofrecen refugio ante el bullicio. En el Santuario Hanazono-jinja, a pocos pasos de Shinjuku-sanchōme y a unos diez minutos a pie de Shinjuku Station, se puede escuchar el sonido de las hojas cayendo o el murmullo del agua entre las linternas de piedra. Son momentos de pausa que devuelven el equilibrio y recuerdan la esencia de lo japonés: la belleza efímera, la atención plena, el respeto por el tiempo y el espacio.
El té también forma parte de ese ritual. En cualquier rincón de la ciudad, una taza humeante de «matcha» invita a detenerse. Espeso, verde y ligeramente amargo, simboliza la calma dentro del ritmo frenético. El té no es solo una bebida: es una forma de estar en el mundo, una ceremonia cotidiana que reconcilia al viajero con el instante presente.
Inabarcable
Inabarcable es una palabra que resume este destino. Lo es en su extensión, en su oferta cultural, gastronómica y arquitectónica. En sus 23 barrios se condensa una galaxia de estilos y formas de vida. Es un lugar que cambia cada día: cuando algo cierra, otra cosa nace; cuando un edificio se derriba, otro más audaz ocupa su lugar. Esa permanente reinvención es su secreto.
Basta una hoja que cae o un neón que se enciende para recordarlo: Tokio nunca deja de moverse, pero sabe detener el tiempo.
✕
Accede a tu cuenta para comentar

Petición "improcedente"

