José María Marco

El Rey y la nación

Decir que al Rey de España se le recibe con aplausos en Francia y se le abuchea y se le pita en su país es un poco demagógico, pero no deja de tener algo de verdad. Y más allá de la bronca de la Copa futbolística, a la que los gobiernos españoles parecen decididos a condenar a asisitir cada año al jefe de su Estado, está la cansina discusión sobre la forma del Estado español. En Francia a nadie se le ocurre proponer un referéndum sobre la República. Aquí, un día sí y otro también hay quien se cree original al lanzar una propuesta como esa, tan ridícula como destructiva. Los franceses, que en su tiempo discutieron la III República como nuestros tatarabuelos discutieron la Restauración, hace mucho tiempo que dejaron atrás aquella crítica demoledora, típica del nacionalismo. Nuestros intelectuales, y la historia oficial de nuestro país, siguen atascados en la crítica nacionalista de la Monarquía constitucional. Allí aún se intenta enseñar el significado de la República, aquí se ignora –cuando no se desprecia– el de la Monarquía...

Bien es verdad que en Francia, como en tantos otros países europeos, cunde una nueva tentación nacionalista. Esta tentación traduce lo que la crisis económica, la globalización y la complejidad de las instituciones de la Unión han contribuido, cada una a su modo, a poner de relieve. Es una crisis, muy propia de nuestro tiempo, en la que los europeos se enfrentan a la pregunta acerca de lo que son: lo que somos, en realidad.

Por eso Felipe VI ha hecho bien en reafirmar, ante la Asamblea Nacional francesa, una doble cuestión: la de la vigencia del proyecto europeo, superador de las tentaciones nacionalistas, por un lado. Y por otro, la vigencia de las naciones, que son el núcleo aglutinador, concreto, de la identidad europea: aquello sin lo cual ésta se pierde en una confusa maraña tecnocrática o en las pulsiones primarias de exaltación nacionalista. Al insistir en el papel de Francia dentro de la Unión, el Rey no sólo ha prestado su voz a un proyecto político concreto y legítimo, que responde bien a los intereses nacionales españoles. También ha subrayado el papel de la nación política –integradora, plural, abierta– en la construcción de la Unión. Salvo por la cita final de Saint-Exupéry, innecesariamente cursi y que en París habrá sido recibida con más de un sarcasmo, el Rey ha demostrado una vez más que sabe lo que es y significa la nación.