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“Desalojar del gobierno a un partido que lo llevaba ejerciendo cuarenta años y suplirlo por un bipartito, respaldado (o no) en el Parlamento por los votos de una tercera formación, ha supuesto una saludable gimnasia democrática”

Las elecciones andaluzas del 2D cambiaron el Gobierno de la Junta de Andalucía / Foto: Efe
Las elecciones andaluzas del 2D cambiaron el Gobierno de la Junta de Andalucía / Foto: Efelarazon

Dos años después de que los cachorros de la ultraizquierda tomasen las calles andaluzas para mostrar su disconformidad con el resultado de las elecciones autonómicas (¡!), tras el toque a rebato de Pablo Iglesias y su alerta antifascista, consuela comprobar que Andalucía no se ha convertido en ese infierno distópico anunciado, donde los inmigrantes serían arrojados de vuelta al mar y las mujeres apaleadas en público por orden de la autoridad. Al contrario, desalojar del gobierno a un partido que lo llevaba ejerciendo cuarenta años y suplirlo por un bipartito, respaldado (o no) en el Parlamento por los votos de una tercera formación, ha supuesto una saludable gimnasia democrática, sistema para el que el pilar de la alternancia es tan sustantivo como el del sufragio universal.

Se ha llegado sin sobresalto a la mitad de la legislatura, con presupuestos anuales aprobados sin almonedas vergonzantes, y el ejercicio de la administración discurre como siempre: de manera satisfactoria para cientos de miles de arrimados, de forma catastrófica para la oposición añorante de sus canonjías y entre el enfado de la exigua minoría de contribuyentes netos que anhelamos una racionalización del gasto público que jamás llega. ¿Dónde está pues el drama pregonado? Pues que la base electoral de la izquierda andaluza, constituida por la clase media acomodada a cierta idea de progresía, se ha resquebrajado al comprobar que los otros –y nunca más atinado el concepto de otredad en esta España permanentemente polarizada entre «los nuestros» y «los demás»– gestionan con idéntica solvencia, como poco, el día a día juntero: ayudas, subvenciones, premios pensionados, paguitas, equipamientos, alguna salidita chovinista, el precario equilibrio de los colegios o los centros de salud y muchas, muchas, muchas familias viviendo del presupuesto.

Esto que bautizó en su día algún intelectual especialmente lúcido como «dictadura de proximidad», consuetudinario que-no-farte-ni-gloria del político enfeudado en un cargo, es la sangre que irriga el paquidérmico corpachón de nuestro estado autonómico. Cuarenta años de poder se granjeó el PSOE por haber comprendido perfectamente el mecanismo y otros tantos habría resistido en San Telmo de no haber mediado el rapaz latrocinio que lo acabó pudriendo. Sabe el centroderecha que el votante andaluz hará causa común con su gobernante siempre que pueda esperar de él una migaja de la abundancia en la que nada el sector público, llámese como se llame el prestatario de los escaños necesarios para ganar en la Cámara. Si mantienen sus manos lejos de la caja, esto no hace sino empezar.