"Letras atlánticas"

Pan y paz

«Cambian los nombres de los ‘líderes’ pero es siempre la misma historia»

El girasol, la flor de Ucrania, junto a un grupo de personas en contra de la invasión. EFE/Lorena Mayordomo
El girasol, la flor de Ucrania, junto a un grupo de personas en contra de la invasión. EFE/Lorena MayordomoLorena MayordomoAgencia EFE

Me siento especialmente identificada con las palabras de Alejandro Sanz al recibir el honor de ser Hijo Predilecto de Andalucía.

Alejandro es madrileño hijo de andaluces y sus recuerdos de infancia, la música de las palabras, las canciones, las comidas, las costumbres están llenos de Andalucía.

Yo nací en Buenos Aires y también tengo recuerdos andaluces.

Recuerdo a mis abuelos andaluces Manuel y Ramón, a quienes no llegué a conocer, y a mis abuelas Ángeles, andaluza, y Celia, francesa que llegaron a Argentina huyendo de la guerra, el hambre y la desolación. Empezaron de cero, sin nada, en aquella tierra lejana de la que solo conocían el idioma.

Ramón se casó con Ángeles y tuvieron un hijo, mi padre. Ramón murió muy joven, cuando mi padre tenía apenas seis años. Manuel se casó con Celia y tuvieron tres hijos y una hija, mi madre. Mi abuela enviudó joven y sacó adelante sola a sus cuatro hijos, lejos de su familia.

La vida y el destino me trajeron de vuelta a Andalucía, mi hija es sevillana y yo me siento como en casa de mis abuelas, nada me resulta extraño, todo es familiar para mí, como dijo Alejandro en su discurso. En su caso, como madrileño, en el mío como inmigrante.

Argentina es un país de inmigrantes europeos, judíos de diferentes países huyendo del Holocausto, armenios, turcos, ingleses, franceses, pero la mayoría, italianos y españoles. Casi todas las personas de mi generación tenemos abuelos o abuelas que nos hablaban de la guerra, el terror, el hambre. Sentían una preocupación especial por la comida, siempre había mucha, demasiada comida en la mesa, en la cocina. Agradecían el pan y la posibilidad de vivir en paz. Sencillamente.

Cuento estas historias mientras veo las imágenes de Ucrania y me duele el estómago.

No evolucionamos, no aprendemos nada. Cambian los nombres de los «líderes» pero es siempre la misma historia, hambre y pueblos que emigran para sobrevivir.

La semana pasada la periodista ucraniana Daria Kaleniuk le contó algunas cosas al primer ministro británico durante su visita a Polonia: «Usted habla del estoicismo del pueblo ucraniano, pero los niños ucranianos y las mujeres ucranianas están atravesados por el miedo, están aterrados por las bombas y los misiles que caen del cielo. El pueblo ucraniano pide desesperadamente al occidente que protejan nuestro cielo. Pedimos una zona de protección aérea pero nos dicen que eso desencadenaría la III Guerra Mundial. ¿Cuál es la alternativa, primer ministro? Usted viene a Polonia, pero no va a Kiev, porque tiene miedo. Porque la OTAN no está dispuesta a defendernos (…) y son los niños ucranianos los que reciben las bombas. Usted habla de más sanciones (…) pero los hijos de Putin están en Países Bajos y en Alemania, en mansiones. ¿Están incautadas esas casas? No lo veo, yo solo veo a mi familia y a mi equipo llorando».

Mientras continúan los discursos políticos, los poderes personales y los diálogos inútiles con un criminal, releo este poema de Gloria Fuertes:

«Si todos los políticos

se hicieran pacifistas

vendría la paz.

Que no vuelva a haber otra guerra,

pero si la hubiera,

¡Que todos los soldados

se declaren en huelga!

La libertad no es tener un buen amo,

sino no tener ninguno.

Mi partido es la Paz.

Yo soy su líder.

No pido votos,

pido botas para los descalzos

–que todavía hay muchos–».

Las caras de aquellos inmigrantes que llegaron a Argentina como mis abuelos son iguales a las caras de Ucrania. El mismo dolor, el mismo miedo, la misma tragedia. Otra vez el éxodo para seguir viviendo. Dejar la casa, salvar a los hijos. Pasan los siglos y seguimos padeciendo la peor de las guerras, la guerra de egos políticos que castigan a la gente y destruyen el presente.

No puedo escuchar sus discursos, esa sucesión de monólogos a la que llaman diálogo para no hacer nada o, todavía peor, hacer exactamente lo contrario a lo que dicen. Advertencias, amenazas, sanciones económicas, falsos pactos, reuniones de los líderes, opinión de los expertos, conversaciones telefónicas y videollamadas mientras Rusia avanza más y más. No hay ninguna intención de Paz en las «negociaciones». Dicen que cometer un error podría causar «la tercera guerra». ¿Y ésta cómo se llama? La guerra ya empezó, señores.

Mi corazón está con el pueblo de Ucrania, ese al que el primer ministro británico llama «estoico».