Cultura
Morató, la escritura a fuego lento
La escritora, poeta y traductora rechaza la inmediatez del mundo editorial: «Lo raro es que te ofrezcan publicar y digas que no»
Condensar a Yolanda Morató (Huelva, 1974) en unas líneas es pretender atrapar el aire con las manos. Sus múltiples facetas convergen en un amor infinito a los libros y a los lugares sagrados que son para ella las librerías, a las que acude como una forma fundamental de conocer a fondo las ciudades que las habitan. De eso trata su último ensayo, «Libres y libreras» (El Paseo), «un viaje de juventud» por las pioneras de Londres.
Su nombre está ligado al de Manuel Chaves Nogales por las traducciones del francés y del inglés de sus artículos, las últimas incluidas en la colosal «Obra completa» (Libros del Asteroide), publicada en 2021 en edición de Ignacio Garmendia. «Llevo setenta mil palabras de Chaves Nogales traducidas y se ha metido en mi cabeza», hasta el punto de «contaminar» a veces su propia escritura «Los autores nos acabamos contagiando de los escritores que traducimos», dice Morató, que se ha enfrentado al volcado de páginas de Scott Fitzgerald, Rebecca West, Wyndham Lewis o Georges Perec.
En noviembre pasado se marchó a Cambrigde para investigar archivos sobre la Segunda Guerra Mundial y los exiliados españoles. «Hay un montón de mujeres y hombres que no se conocen. Veo mucha reiteración en las publicaciones», analiza, además de considerar que «hay un desfase entre el ritmo de investigación y el ritmo de publicación». Para su nuevo acercamiento a Chaves, aplicó un software de lingüística computacional que le ha permitido ser más fiel. «Me di cuenta de que había ciertos rasgos de estilo que no estaban en las traducciones. Chaves tiene una manera bastante peculiar de escribir, casi anglosajona, de construir las frases», algunos de los cuales tienen que ver con que «escribía mucho y muy rápido».
Los avances tecnológicos aplicados a su trabajo le llevan a concluir que «es más fácil con la tecnología actual falsificar una voz que un rasgo de estilo de escritura. Cuando se intenta falsificar el estilo de un autor siempre se escapa algo, porque la lengua no es algo que puedas falsificar al completo porque depende del estado de ánimo del individuo, de los tiempos...». Sobre el gran tabú del mundo literario, quienes escriben para que otros publiquen con su nombre, concede que «es una industria por la que todos hemos pasado. Todos hemos colaborado sin firmar» y asegura que si se hiciera un peritaje lingüístico se evidenciaría en torno al 90% de los casos.
Especialista en las vanguardias inglesas, centra sus investigaciones en el período 1909-1945, momento en que comenzó en Inglaterra un movimiento de revistas y publicaciones. «Se empieza a ver que están pasando cosas: las vanguardias o cómo las mujeres se están incorporando a la vida cultural. Hay nombres grandes que han ensombrecido a otros no menos grandes», dice citando a West y su «Matrimonio indisoluble».
Los tres idiomas que domina la hacen vivir «en una confusión constante. El inglés es mi lengua de trabajo; el francés normalmente mi lengua de traducción y la lengua de mi juventud», enumera quien con veinte años se marchó a Inglaterra, donde vivió tres años; a eso le siguió un año en Francia; una estancia en Suecia y finalmente Estados Unidos, donde vivió tres años estudiando y dando clase en la Universidad de Harvard. «Después de diez años me supuso un trabajo volver a mi lengua materna», rememora. Para solventarlo, se matriculó en filología hispánica y hoy es profesora titular del departamento de Filología Inglesa de la Universidad de Sevilla. Antes pasó por varias universidades españolas públicas y privadas –León, Madrid, Huelva, la Olavide y finalmente la Hispalense–, además de tres francesas. Una dilatada experiencia que la acredita para cuestionar el rígido sistema docente universitario: «Hace unos años salió un artículo que decía que si uno de los Premios Nobel intentara entrar a la Universidad, no podría, porque te piden tantas cosas que humanamente no es posible hacerlas». «Se pierde mucho en la burocracia», lamenta, destacando la contradicción de que los libros de divulgación que ha publicado, aunque tengan más proyección pública que un artículo en una revista indexada «no te valen de nada. Este sistema anula la creatividad», a lo que se añaden las condiciones precarias de contratación.
Morató tiene el empeño personal de mantenerse alejada de la inmediatez de una sociedad plegada a la productividad y a la exhibición constante. A sus alumnos les transmite que «hay que aprender a controlar la impulsividad. Las cosas que se hacen sin el suficiente poso no suelen salir bien», aunque implique que alguien se te adelante al publicar. «Nos dejamos llevar por las prisas. Yo escribo siempre con el medio plazo a la vista, nunca a corto plazo», explica. Su fórmula infalible es escribir «y meterlo en el cajón. Cuanto más tiempo, mejor». Lo que no quiere decir que viva de espaldas al mundo: en el cajón estaba el germen de «Libres y libreras» durante el confinamiento, cuando vio un documental sobre libreros de Nueva York que le removió lo suficiente para darle el último empujón y dejarlo listo para la imprenta, después de haberle dedicado varios años. Tiene algunos proyectos en marcha sobre la I Guerra Mundial, «la gran desconocida» pese a inaugurar la era de las guerra modernas, marcando el inicio del corto siglo XX definido por Hobsbawn –cuyo fin situó marcó la caída del muro de Berlín en 1989–.
Pese a una actividad que pareciera frenética, se autoincluye entre la rara nómina de escritores que «no quieren publicar», o no como fin único. «Lo raro es que alguien te ofrezca publicar y digas que no. Cada persona tiene sus ritmos, pero yo no publiqué poesía hasta 2015», aunque su producción se remonta a una «infancia muy poética» que se inició con Lorca y tuvo sus paradas más largas en los versos de Gloria Fuertes. En el caleidoscopio que es Morató refulge esta faceta: su tercer poemario está en imprenta, después de «Nadie vendrá a salvarnos» (Comares) y «Ahora» (Vandalia). Aunque solo pusiera sus poemas entre las pastas de un libro ya adulta, se recuerda escribiendo poesía desde siempre, un hábito que conserva, como la costumbre juvenil de transitar sin mapa y sin tiempo, algo que la convierte en un ejemplar excepcional dentro de un panorama dolorosamente homogéneo.
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