Jesús Fonseca
Saber o no saber
Me cuenta José Jiménez Lozano que, cuando preguntaban en su pueblo, allá por el siglo XVI, al segoviano Diego de Espinosa, para qué estudiaba tanto, este respondía invariablemente: «para saber». Porque el saber era lo importante. Y no se anteponían otros intereses a la necesidad de saberes para ir por la vida. Pero como proclama Don Hilarión en La verbena de la paloma, «los tiempos cambian que es una barbaridad». Que las personas sepan es algo que no conviene ahora, a una sociedad avergonzada de sus raíces. No interesa, a la «causa de la verdad suprema», que es la democracia —algo así como la consumación de los tiempos—, que haya transmisión de cultura; que mujeres y hombres tengan capacidad de discernimiento. Distinguir entre el bien y el mal, por ejemplo, no se necesita ni está bien visto. Tampoco parecería que se precisen muchas capacidades analíticas para ir por la vida, ahora mismo. Hemos tocado techo. Ya no hay más. Estamos en la verdad suprema: en la democracia. La consumación de los tiempos, como digo. Valen más las opiniones estúpidas y hasta criminales de nuestros mandamás; la participación en la embriaguez pública, que cualquier convicción individual y hasta libertad personal. Jiménez Lozano es el único escribidor que sigue insistiendo, a contracorriente, en que el hecho cultural, y su transmisión de una generación a otra, es el dato objetivo de la constitución de lo humano. Y esto es precisamente lo que todos los montajes totalitarios «han tratado y tratan de evitar, a través de planes de educación e industrias culturales», con minúscula, que nada tienen que ver con la Cultura. Es lo que estamos viviendo: la demagogia generalizada, que antecede a la víspera de la tiranía. Así son las cosas. Lo que se trata es de evitar, como sea, que entendamos lo sobrenatural y lo vivamos como lo más natural. Hay que acabar con estas «camelancias» como sea. Y se están empleando a fondo para conseguirlo, como ya hicieron en el pasado, sólo que ahora tal vez con más cinismo que nunca. Nos anuncian un amanecer que no sólo no llega, sino que viene cargado de tinieblas. Nos arrastran hacia el abismo. Pero reflexionar sobre estas cosas, o mentarlas tan sólo, puede conducir a que te acusen de no ser progresista. Algo terrible, ciertamente. «Hay que ridiculizar y ensuciar todo lo que sea hermoso, inocente o tenga dignidad, y pudiera ser respetado en el antiguo y serio sentido del término», lleva años advirtiendo el maestro Jiménez Lozano, que para algo es la mejor pluma de nuestro tiempo. Evito llamarlo intelectual, porque se sentiría ofendido. El más anticipativo y lúcido de cuantos están vivos en el mundo de las letras, así no se enteren aquellos que debieran.
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