Opinión

Nada que decir

"La palabra "Navidad" molesta, no porque excluya, sino porque recuerda que pertenecemos a algo"

Salamanca ha encendido las luces de Navidad este martes
Navidad en SalamancaDavid ArranzIcal

Pasan los años y, sin embargo, los debates más absurdos no parecen pasar de moda. Aquí estamos, otro diciembre más que toca a su fin, y seguimos discutiendo si debemos refugiarnos en el aséptico "Felices Fiestas" o podemos desear “Feliz Navidad". Una polémica que, más que un síntoma de modernidad, revela el desorientado estado de nuestra sociedad, empeñada en disfrazar de tolerancia lo que no es más que una crisis de identidad.

Porque no nos engañemos: esto no va de ofender a nadie. El problema no está en el otro, sino en una parte de nosotros mismos que, desde el trono de la corrección política, hemos decidido que todo lo que huela a historia o a cultura cristiana debe ser amputado en nombre de una inclusividad que, en el fondo, nadie ha pedido.

La palabra "Navidad" molesta, no porque excluya, sino porque recuerda que pertenecemos a algo. Que nuestra historia tiene un peso, que nuestras tradiciones no surgieron ayer y que, aunque ahora celebremos estas fechas entre amigos invisibles y frascos de colonia -es lo que me suelen regalar-, hay una herencia detrás. Y eso, en los tiempos del relativismo, resulta insoportable.

Ahora estamos en el momento donde el simple hecho de nombrar las cosas es visto como un acto subversivo. Decir "Navidad" parece una provocación a un consenso que nadie firmó. Quizá porque aceptar que algo tiene un origen nos enfrenta a la incómoda realidad de que no somos individuos aislados, sino eslabones de una cadena cultural que nos precede y nos define. Y admitir esto desafía la narrativa de quienes abogan por una sociedad desarraigada, donde todo es moldeable, sin vínculos ni referentes.

Lo irónico del asunto es que, mientras se censura el lenguaje, nadie renuncia a lo demás. Todo sigue igual, salvo el nombre, como si cambiar las palabras pudiera alterar lo que vivimos. Y es que la polémica no está en la palabra, sino en nosotros. En nuestra extraña manía de confundir respeto con renuncia. Porque aceptar al otro no implica abandonar lo propio; implica enriquecer lo común desde nuestras periferias.

Soy de los que creen que las palabras tienen un peso y un significado que no podemos permitir que desaparezcan. Si dejamos que la necesidad de no incomodar nos haga callar lo que realmente importa, al final no quedará nada que decir.