Cartas literarias

El amor epistolar de Henry James

Un libro recupera las cartas que el gran escritor estadounidense dirigió al joven escultor Hendrik Christian Andersen

El escritor Henry James
El escritor Henry JamesArchivoArchivo

Henry James está considerado como uno de los grandes narradores que ha dado la literatura estadounidense del siglo XIX. Su prolífica producción literaria, con títulos tan emblemáticos como «Otra vuelta de tuerca» o «Retrato de una dama», sigue ganando numerosos lectores aún hoy en todo el mundo. Sin embargo, el enigma es el propio James, su misma biografía, la de un hombre que quiso saltarse las exigentes normas de su tiempo. Su extenso y rico epistolario nos permite conocer más de cerca al hombre detrás de la obra literaria. Eso es lo que aparece en un estupendo y delicioso libro publicado por Elba titulado «Amado muchacho» donde se recoge las 77 cartas conservadas que el ya maduro escritor dirigió al joven escultor Hendrik Christian Andersen de quien se enamoró perdidamente.

Vayamos al inicio de la historia que se remonta al paso de James por Roma y su llegada al taller de Andersen, aunque ambos se habían conocido un poco antes, en la misma ciudad, durante la celebración de una boda. En aquel tiempo, además de por esos motivos familiares, Henry James también visitaba la capital italiana para poder cumplir el encargo de escribir, aunque a regañadientes, la biografía del escultor William Wetmore Story. Visitar el estudio de Andersen le podía ayudar a comprender el oficio, pero James quedó impresionado por todo lo que vio hasta el punto de adquirir en ese momento un busto de terracota que retrataba a un joven de doce años, el conde Alberto Bevilacqua Larise. El escritor pasó a convertirse desde ese preciso instante en una suerte de mecenas de Andersen.

Las cartas que se publican ahora nos permite conocer de primera mano cómo fue esa relación, los esfuerzos del escritor por acercarse a un artista de quien se sentía indudablemente enamorado. La relación duró unos dieciséis años y fue esencialmente epistolar porque los dos amigos apenas se vieron unas siete veces.

La primera de las misivas, del 19 de julio de 1899, nos presenta a James ya de vuelta en su casa de Sussex donde ya ha llegado también el busto adquirido en Roma. «Este precioso busto, me hace feliz decírtelo, se halla en perfectas condiciones (estaba embalado estupendamente), sin señal alguna o rasguño: y lo encuentro más encantador y delicioso aún de lo que me parecía en Roma. Me siento profundamente dichoso de poseerlo; y con este mismo correo escribiré a mi banco de Londres para que extiendan un cheque a Roma por la suma de doscientos cincuenta dólares –lo que supone cincuenta esterlinas– que me llegará de inmediato y que te remitiré en cuanto lo reciba», escribe James.

Algo más de un mes más tarde, con el busto debidamente instalado en el domicilio del novelista, vuelve a tomar la pluma para ponerse en contacto con el escultor y demostrarle por carta su nada oculta devoción: «Pienso en ti con el más vivo afecto e incluso, cuando lo hago, tengo hasta remordimientos por verme yo felizmente libre (aunque también aquí pueda asarse uno un poco): mi jardincito donde brisas, sombra y hierba mantienen la frescura y donde te aguarda una silla especial bajo una vieja morera de larga cabellera».

Gracias a este epistolario podemos comprobar la constante preocupación por el lejano amigo, especialmente en lo referente a sus condiciones físicas y psicológicas, sobre todo por el calor sofocante de Roma y por los ataques de vértigo que padece el escultor. También está a su lado, vía carta, cuando Andreas, el hermano de Hendrik, muere víctima de tuberculosis, donde James afirma con evidente pesar que «el corazón me sangra y se me rompe al pensar en ti solo, en tu maligna e indiferente, antigua y lejana Roma, con la aflicción de este dolor insoportable, ineluctable».

Los documentos reproducidos en «Amado muchacho» nos exponen también el deseo por parte del autor de «Las alas de la paloma» de poder mantener un contacto físico, como cuando le anota que «siento, mi querido muchacho, mi brazo en torno a ti, así siento la pulsación, por así decir, de tu futuro excelso» o cuando le asegura en otra carta que «recibo con afecto y correspondo a cada toque de tu mano». Es un Henry James que no tiene nada que ver con la represión victoriana de su tiempo, que escapa de esas injustas censuras afectivas. Todo ello empleando un lenguaje sincero, pero en el que no se rehúyen ciertas gotas de lirismo por parte de quien ha sido uno de los mejores narradores de todos los tiempos.

Leídas hoy, las cartas nos ayudan a comprender mejor a su autor, a saber más del contenido de su corazón, pero también a comprender mejor a quien, pese a los impedimentos que ponía su tiempo, supo saltárselo para expresar a un joven escultor lo que sentía por él.