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¿Por qué no hay vuelos comerciales más rápidos que el sonido?

En los primeros aviones, quien osara acercarse a la velocidad del sonido corría el riesgo de perder el control de la aeronave, si es que el aparato no llegaba a destruirse en pleno vuelo

Un avión de British Airways con poca cola y pico inclinado hacia abajo, en el momento del despegue
El proyecto Concorde diseñó aviones capaces de volar de Londres a Nueva York en menos de tres horasEduard MarmetCreative Commons

A la humanidad le encanta batir récords. Hay libros enteros sobre los logros más peregrinos, desde cubrirse la cara con 48 caracoles vivos (superando el máximo anterior de 43) hasta reunir a 26 382 personas lavándose los dientes al mismo tiempo (casi 10 000 más que la marca previa). Para batir algunos récords solo hace falta algo de coraje o capacidad de convocatoria, pero otros requieren un conocimiento mucho más afinado de la ciencia y la ingeniería. Es el caso del afán por volar más rápido que el sonido: aunque el avión comercial Concorde lo logró ya en 1969, en la actualidad ninguna aerolínea ofrece servicios tan rápidos. ¿Por qué?

En el pasado se llegó a creer que la velocidad del sonido era el límite absoluto de la capacidad humana de vuelo. Efectivamente, los primeros aviones no toleraban bien las altas presiones que supone volar tan rápido, y la fuerza del aire hacía complicado pilotar el avión. Quien osara acercarse a la velocidad del sonido corría el riesgo de perder el control de la aeronave, si es que el aparato no llegaba a destruirse en pleno vuelo.

343 metros por segundo

Pero, ¿qué tiene de particular la velocidad del sonido? En realidad, no hay nada especial en los 343 metros que recorre el sonido en un segundo. De hecho, esta velocidad ni siquiera es fija: la cifra de 343 metros por segundo (1 235 kilómetros por hora) es la velocidad a la que viaja el sonido por el aire a 20º C, pero a temperaturas más elevadas la velocidad aumenta. La clave no está en la cifra concreta, sino en lo que sucede cuando superamos la velocidad a la que se propaga el sonido en el aire que tenemos alrededor.

Si imaginamos una lancha motora navegando plácidamente por un lago en calma, veremos una cierta concentración de olas delante de la lancha. Pero, si navega mucho más rápido, al agua que tiene delante no le da tiempo a desplazarse hacia los lados. Las olas que provoca no pueden propagarse, sino que se apilan y dejan una estela detrás de la lancha. Con las ondas de sonido ocurre algo parecido: tanto estas como las olas del lago son ondas de presión donde las partículas (de aire o de agua) oscilan hacia delante y hacia atrás. A medida que las zonas donde hay mayor concentración de partículas cambian de sitio, la onda se desplaza.

Empujando las ondas

Entonces, cuando vuela un avión, conforme se desplaza va empujando las ondas de sonido que emite. La concentración de ondas de sonido que se forma delante del avión provocan tal resistencia aerodinámica que se requiere una aceleración considerable para atravesarla: esta es la barrera del sonido. Si el avión llega a superarla, las ondas se apilan y se concentran detrás de la aeronave, al igual que la estela de la lancha. Esta estela es más potente que las ondas individuales de sonido que la componen, y desde fuera se oye un estallido llamado “explosión sónica” después de que el avión haya pasado. Sin embargo, desde dentro de la cabina no se oye nada: al moverse más rápido que el sonido, el ruido del motor se queda atrás.

Pero, además del efecto sonoro, superar la barrera del sonido requiere un manejo muy cuidadoso del avión. El cambio en el centro de presión puede hacer que se pierda el equilibrio con el centro de masa, lo que descontrolaría la aeronave. Los sistemas automáticos en los aviones modernos evitan gran parte de los posibles errores humanos, pero superar la barrera del sonido sigue constituyendo un riesgo mayor que no hacerlo.

Más allá de la fascinación

Con todo, el atractivo de volar a velocidades supersónicas va mucho más allá de la fascinación humana por pulverizar récords. La idea de superar la barrera del sonido se planteó por primera vez en un contexto militar, y en 1947 despegó el primer avión supersónico tripulado. Alcanzó una velocidad de 361 metros por segundo, es decir, 1,06 más rápido que el sonido. Así es como se suelen cuantificar las velocidades supersónicas, y la unidad que indica el número de veces la velocidad del sonido se denomina Mach.

Para la década de 1950 ya era común que los aviones militares cruzaran la barrera del sonido a pesar de que la posibilidad de perder el control de la aeronave seguía siendo un problema. Poco más de una década más tarde se planteó la posibilidad de tener vuelos supersónicos comerciales, con el proyecto Concorde como bandera. Su primer vuelo tuvo lugar en 1969 a una velocidad de 2,04 Mach, más del doble que la velocidad del sonido.

Durante varios años, los aviones Concorde se jactaron de volar de Nueva York a Londres en menos de tres horas, o de Londres a Sídney en 17 horas con paradas de repostaje incluidas. Pero el elevado coste de estos vuelos y el ruido infernal de la aeronave limitaron su éxito. Un fatídico accidente en el año 2000 ocasionó una suspensión de estos vuelos hasta el año siguiente, pero sobre todo devastó la reputación del proyecto. En 2003, los aviones Concorde dejaron de estar operativos y los vuelos supersónicos volvieron a ocupar un terreno exclusivamente militar… al menos por ahora.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • Más allá de la dificultad de manejar un avión que vuela más rápido que el sonido, que puede ocasionar un accidente, no hay riesgo para la salud en volar a velocidades tan elevadas. Mientras nos desplacemos a la misma velocidad que la cabina a nuestro alrededor, no sentiremos ningún efecto. Eso sí, para alcanzar tales velocidades se necesitan aceleraciones enormes, y la fuerza que imprimen sí puede afectar al cuerpo humano. Por eso los pilotos de aviones supersónicos militares llevan trajes especiales que les protegen de una fuerza que llega a ser nueve veces la de la gravedad.

REFERENCIAS (MLA):